La persistencia del verbo

Por Valentin González-Bohórquez

Lo tengo siempre presente. Uno de mis primeros encantamientos con la palabra proviene desde los días cuando era apenas un niño de unos cinco años. Cada tarde mi padre, al volver de su trabajo como bibliotecario de la Asamblea Departamental de Santander, me sentaba en sus piernas y me leía una de las historias de Scheherezada, de la versión íntegra de las Mil y una noches. Cuando menos podría decir que a mi padre le tomó mil días y uno más leerme en castellano este clásico del árabe medieval. Yo estaba tan fascinado con las aventuras de la joven princesa que cada noche salvaba el pellejo contándole una historia al sultán, que cuando mi padre terminó de leerlas, le pedí que él mismo me inventara una nueva historia cada día. Lo hizo por algún tiempo más, aunque no recuerdo cuánto. Lo que sí es cierto, es que probablemente de allí surgió mi fascinación por la palabra escrita, por la cadencia de su sonoridad al hacerse verbo.
Algún tiempo después, cuando yo tenía once años, y a raíz de la muerte de mi abuela materna, mi madre y yo fuimos al pueblo donde mi abuela vivió toda la vida. Volamos en una pequeña avioneta y en un determinado momento, mi madre me señaló por la ventanilla un terreno espacioso pero desolado, con una casa sin techo de la cual solo quedaban unas gruesas paredes de adobe y me dijo, “En esa casa nací y viví hasta los 15 años”. La imagen se quedó grabada en mi mente, de modo que al volver a casa, una de las primeras cosas que hice fue sentarme en mi escritorio de estudiante y escribir una especie de soneto, sin mucha rima y con peor métrica, que titulé “La casa”. A mi hermano Rodolfo, que por ese tiempo escribía y participaba como actor en obras de teatro en nuestra ciudad, piadosamente le gustó el poema y se lo mostró a sus amigos artistas que le pidieron conocerme. De esa manera fui introducido a un ambiente literario y artístico, cuya atracción habría de permanecer en mí desde entonces.


Muchas millas y experiencias después, han mostrado la persistencia que la palabra escrita e imaginada ha tenido en mi itinerario personal, que por supuesto, no se puede resumir, como no se puede resumir la vida de ninguno de los presentes aquí esta noche, en cuestión de unos minutos. Lo que sí es posible expresar, aunque sea en breve, es la centralidad de la lengua en la manera como entendemos y asumimos nuestras existencias personales y cómo ésta nos marca y determina nuestros modos de ser y de entender el mundo. Con razón, Octavio Paz indicaba que “el idioma es la cultura”. La lengua en que nos comunicamos, amamos y vivimos es un prisma que ajusta sus cualidades perceptivas a la cultura en la que nos desenvolvemos, ya sea esta etnocéntrica y aislada, o multicultural y multilingüe, como lo son actualmente algunas regiones de los Estados Unidos, Europa y muchas partes del mundo.
Esta semana que está terminando se suponía que estuviera en pleno desarrollo el V Congreso Internacional de la Lengua Española, que se iba a llevar a cabo en Valparaíso, Chile del 2 al 5 de marzo. El desastre natural del pasado sábado obligó a la cancelación del evento. Pero el diario El País, de España, organizó rápidamente un blog literario y lingüístico para que desde allí pudieran comunicarse por escrito, en entrevistas, audios y chats, todos los que iban a tener participación en el Congreso. Fue una manera de contestar con gracia a la tragedia que vive Chile, y una forma de hacer que la palabra cumpliera una función reconstructora, liberadora y refrescante, en medio de la desgracia natural. El primer día de este Congreso virtual, el diario entrevistó al director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha, y le hizo la pregunta, “¿Qué es la lengua?” Entre otras cosas, de la Concha, dijo: “Es un instrumento de expresión, de configuración de la propia persona, es el molde que nos hace. Nosotros hacemos la lengua, pero la lengua nos hace. Recibimos la lengua y la podemos ir enriqueciendo, pero al mismo tiempo la lengua nos tiene. Hacemos la lengua y la lengua nos hace a nosotros”.


La palabra escrita, hablada, dibujada, nos posibilita la creación de mundos imaginarios como los de Itaca, Comala, Macondo y Utopía; o la simultánea creación/representación de un escenario físico y emotivo, como lo hace Neruda en unos de sus metapoemas más conocidos:
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el cielo y canta”,
donde el poeta desnuda la artesanía del acto de escribir y a través del desdoblamiento y pronunciación de la palabra, crea un espacio reconocible a la vez que imaginario en la mente del lector. La lengua es así objeto y sujeto, significante y significado, una esfera totalizadora de imagen y sentido.
En mi poema “La lluvia como tema”, intento abordar esta simbiosis de la escritura con el entorno de lo que se contempla, de lo que está ahí afuera, cuya visibilidad material puede ser perfectamente poética.
Llueve esta mañana
Y lo que pueden ver los ojos
De los habitantes de edificios altos
Es la otra cara de la poesía.
Extrañas canciones sugieren
Miles de gotas, millones de gotas
Cayendo atropelladas
Sobre los paraguas de infinitos colores.
En esa urgencia, en el enojo
De las damas grises
Y la risa de jóvenes corriendo
Resurge otro sol, como un tema
A la espera de un vocabulario mágico.


La magia de la palabra está conectada al hecho de su condición primaria. Esta antecede a la mayoría de nuestras experiencias, y es un reflejo, limitado pero vital, de nuestra identidad con el Creador, quien con su palabra crea el universo, y a quien a su vez se le nombra como el Logos, el Verbo divino que se hace sustancia humana. Los enunciados que hacemos con las palabras, con el reducido vocabulario de nuestros alfabetos, es lo que da forma a nuestras cosmovisiones, la manera como interpretamos el mundo para nosotros mismos. La vida de la academia está basada en este instrumento esencial que hoy celebramos como participantes de una Sociedad como Sigma Delta Pi que tiene como base el trabajo arduo y cambiante con teorías, movimientos, escuelas y principios que se organizan, se enseñan y se discuten todos ellos por medio de la palabra.
Esta centralidad persistente del verbo en el diálogo coloquial, en la literatura, en las ciencias, en los negocios, o en cualquiera que sean nuestras actividades y oficios, es lo que le otorga una presencia única en nuestra experiencia humana. Eso fue lo que intuí en aquellos años en que mi padre me leía historias orientales y fue lo que descubrí cuando me senté a pergeñar los primeros versos de un intento de poesía. Es lo que sigo descubriendo cada día cuando me embarco en la lectura de una novela, un cuento o un poema, o en el esfuerzo de captar una porción del mundo a través del poder cautivante que tienen las palabras.

Presentado en la reunión anual de la National Collegiate Hispanic Honor Society (Sociedad Nacional Honoraria Hispánica) Sigma Delta Pi, en Azusa Pacific University, Azusa, CA, 5 marzo, 2010