CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Los ultraprocesados y su devastador impacto en los más vulnerables

“Echaron veneno en mi comida y en mi sed me dieron vinagre”.

—Salmos 69.21

16 de mayo, 2024. La historia no puede ser más gráfica e ilustrativa. Es un relato del capitalismo depredador global. Lo cuenta Chris Van Tulleken en una serie documental que hizo para la BBC en 2021 (“¿Con qué alimentamos a nuestros niños?”), y que ahora incluye en su libro La epidemia de los ultraprocesados: por qué comemos cosas que no son comida y cómo dejar de hacerlo, el cual se publicará en español este próximo mes de agosto. Van Tulleken es un médico inglés especialista en enfermedades infecciosas y tropicales, y como parte de su investigación para el documental y el libro viajó al Amazonas brasileño siguiendo la pista de un drama que parecía sacado de la novela de Conrad, El corazón de las tinieblas.

Allí, en efecto, encontró que desde 2010 a 2017, un barco supermercado de la compañía suiza Nestlé, una de las productoras de ultraprocesados más grandes del mundo, había navegado el río Amazonas vendiendo a precios bajos decenas de miles de más de 400 artículos diferentes de comida chatarra, incluyendo helados, dulces, chocolates, cereales Nestum, leche en polvo (todos en paquetes de plástico y cartón y en latas de aluminio) entre las poblaciones indígenas ribereñas del estado de Pará. El resultado es que ahora hay regiones de ese estado del Amazonas en las que los niños están adictos a esta comida basura que ha reemplazado su comida tradicional de pescado, vegetales, frutas, tubérculos y bayas. Tulleken señala que hasta la llegada del barco de Nestlé no existía ninguna evidencia de que los niños de esa parte del Amazonas padecieran obesidad, alto colesterol o diabetes 2 relacionada con la dieta, como sí está ocurriendo ahora.

Esta aberrante historia pone en el foco no solo la presencia pervasiva de la comida ultraprocesada y cómo afecta de manera particular a las comunidades más vulnerables, y en este caso, más aisladas y pobres, sino también la negligencia y corrupción de los gobiernos, la crisis alimentaria y la urgente necesidad de encontrar alternativas saludables para alimentar a una población mundial que crece exponencialmente.

Coincidiendo con el trabajo investigativo de Tulleken, un grupo de científicos epidemiólogos de los Estados Unidos, Australia, Francia e Irlanda trabajó en los últimos tres años en la recolección, clasificación y análisis de estudios médicos relevantes publicados en años recientes sobre los efectos en la salud por el consumo frecuente de alimentos ultraprocesados. Aunque durante décadas la comunidad científica internacional ha estado advirtiendo sobre los peligros de este tipo de comida, las conclusiones a que llegó este panel de especialistas no dejan de ser alarmantes.

El informe, publicado este año 2024 en la Revista Médica Británica (The BMJ, por sus siglas en inglés), un referente global sobre temas médicos y de salud, indica que después de “revisar cuidadosamente la evidencia de 45 meta-análisis que abarcan a casi 10 millones de participantes, encontraron una vinculación directa entre la exposición a alimentos ultraprocesados y 32 parámetros de salud que incluyen mortalidad, cáncer y mala salud mental, respiratoria, cardiovascular, gastrointestinal y metabólica”. Los autores del informe, el más extenso y completo hecho hasta ahora con esta metodología, señalan que hay evidencia sólida que demuestra que el creciente índice de mortalidad debido, entre otros, a la obesidad y a la diabetes tipo 2, se debe en buena parte a “las dietas ricas en ultraprocesados que pueden ser también perjudiciales para la mayoría (quizás para todos) los sistemas del cuerpo”.

Según la definición del equipo de investigadores, los ultraprocesados no son solo alimentos modificados industrialmente, sino productos que tienen “poco o ningún alimento integral”, alterados con almidones, colorantes, emulsionantes, sales, disolventes, aglutinantes, grasas, edulcorantes, sabores artificiales y aceites modificados, entre otros, que son todo menos comida real y que producen una adicción similar a la nicotina, el alcohol y las drogas. Como puntualiza el editorial de la revista de manera simple y directa, “los alimentos ultraprocesados dañan la salud y acortan la vida” (1).

Los Estados Unidos son el mayor productor de comida ultraprocesada en el mundo, seguido de lejos por algunos países europeos (Inglaterra, Francia, Suiza y Alemania), China, Japón, México y Brasil. Los ultraprocesados para el consumo humano y de los animales domésticos y de granja, son los productos que más abundan en los supermercados, tiendas locales y sitios de internet no dedicados a comidas frescas, naturales y orgánicas. Se estima que constituyen al menos el 60% de toda la comida que se consume diariamente en los Estados Unidos comparado con un 14 al 44% en Europa (2). Esto incluye botanas, bebidas y cereales azucarados, comida congelada y centenares de otros artículos comestibles empacados, envasados y enlatados, además de los que venden las cadenas de restaurantes de comida rápida.

Sin embargo, a pesar de estas elevadas cifras de consumo adictivo de comida chatarra, las actuales Guías Alimentarias para los Estadounidenses que publicó el gobierno federal para los años 2020-2025, no contienen ninguna referencia a este tipo de comida. Solo hasta principios del año pasado, el gobierno federal nombró un Comité Asesor que evaluará, entre otras cosas, los estudios y conclusiones científicas sobre el consumo de ultraprocesados y cuyas recomendaciones se espera sean publicadas en las Guías Alimentarias para los años 2025-2030. Es posible que esto represente un avance en las políticas alimentarias (3). Pero habrá que esperar para ver si dichas Guías no son coartadas por los grupos de presión (lobbies) y de comités de acción política (PAC, por sus siglas en inglés) de las grandes compañías fabricantes de alimentos ultraprocesados, que ayudan a financiar las campañas de políticos influyentes en el gobierno.

Obviamente el acceso a comida natural, fresca y orgánica en los Estados Unidos es un asunto que está atravesado por su historia de despojamiento y colonización de las tierras fértiles y de cultivos en casi la totalidad del país. Basados en la premisa del destino manifesto (el presunto llamado de Dios a conquistar todo el territorio del Atlántico al Pacífico), los colonos europeos desplazaron a las poblaciones indígenas de sus territorios originales, cometiendo uno de los genocidios más grandes de la historia, y confinando a buena parte de los sobrevivientes en reservas desérticas e improductivas y eventualmente forzándolos a cambiar su dieta tradicional por la dieta de los colonos europeos. Al mismo tiempo, cuando se declaró la emancipación de los esclavos afroestadounidenses se les envió con las manos vacías a un mundo hostil y racista, sin tierra ni recursos económicos para sobrevivir. Menos de dos décadas antes los Estados Unidos habían arrebatado a México más del 50% de su territorio por medio de una cruenta invasión del ejército y las milicias fronterizas y por el forzado Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848.

Estas raíces históricas hacen que hoy día más del 95% de las tierras cultivables de los Estados Unidos estén en manos de propietarios blancos, mientras que los grupos racializados (latinos, afroestadounidenses, asiáticos, indígenas y otros), que hoy día ascienden a más del 40% y pronto serán más del 50% del total de la población del país, poseen menos del 5% del suelo y aguas útiles para la agricultura, avicultura, ganadería, pesca y las plantas de procesamiento y almacenamiento de productos comestibles.

Una consecuencia directa de esa historia de conquista y coloniaje es que la inmensa mano de obra agrícola y de toda clase de alimentos esté hecha por latinos (un 78%), con un 68% de ellos nacidos fuera de Estados Unidos y mayoritariamente de México, según la encuesta más reciente del Departamento de Trabajo (4). Muchos de estos trabajadores, hombres y mujeres, son explotados con salarios inferiores al mínimo y a menudo sin beneficios, incluyendo los servicios médicos, debido a que un alto porcentaje son indocumentados. Dado que la mayoría de estas comunidades viven en vecindarios donde los únicos supermercados que existen son los que ofrecen comida barata, ultraprocesada, y adictiva, no tienen otra posibilidad que consumirla, cambiando sus hábitos nutricionales más saludables con las consecuentes enfermedades crónicas y mortales.

Un verdadero apartheid alimenticio basado en el racismo y la destitución, del cual no se da mucha información, y que tiene una relación directa con el redlining (la segregación territorial sistemática y en todos los ámbitos a que son sometidos los grupos racializados). La consecuencia directa de esto es que los supermercados, tiendas y restaurantes que ofrecen comida más saludable y orgánica están ubicados en vecindarios ricos o de clase media y los precios de sus productos están generalmente fuera del alcance de las clases pobres y marginadas.

Tanto en la televisión como en la radio y demás medios de comunicación las comunidades racializadas son objeto de una constante propaganda para que consuman comida ultraprocesada. El Centro Nacional para la Información Biotecnológica (CNIB) observa que hay al menos tres patrones de este mercadeo de comida chatarra: Uno: negocios que se lucran con la venta de comida no saludable. Dos: estrategias de mercadeo de comida chatarra orientadas a ganar grupos racializados o étnicos. Tres: un enfoque racista en la manera como está segmentada la sociedad, incluido el tipo de comida que se ofrece a las comunidades discriminadas. Como apunta el CNIB, “este marketing de alimentos racializado contribuye a las disparidades en la salud y requiere soluciones que tengan en cuenta las fuerzas sociales del racismo estructural” (5).

            Hoy día existen organizaciones de cada una de estas comunidades marginales, como la Asociación Nacional de Agricultores y Rancheros Latinos, la Asociación Nacional de Agricultores Negros y la Asociación de Indígenas Estadounidenses, todas ellas luchando por sus derechos para producir comida más saludable y accesible a la población general del país y particularmente a sus propias comunidades, en un franco esfuerzo de decolonización alimenticia. En sus páginas de internet y medios sociales, se puede rastrear su lucha frente al poderío y control de los mercados nacionales dominados por los agricultores blancos, igual que toda la cadena productiva y de distribución de la industria de alimentos. Es una lucha que ahora está siendo más visible, como en el caso de los nativos estadounidenses que están creando un movimiento para decolonizar y volver a sus alimentos ancestrales, como está narrado en el documental Gather.   

La historia surrealista del barco de Nestlé vendiendo comida chatarra a los nativos del Amazonas es solo una más de las muchas que pueblan la criminal intervención del capitalismo depredador de Estados Unidos y Europa, a la que se suman también en las últimas décadas otras regiones del planeta. Esta monstruosa maquinaria alimenticia, que maneja una de las industrias más milmillonarias y con enorme poder e influencia en los gobiernos, hace casi imposible proponer verdaderos cambios en una de las industrias más contaminantes y una de las más nocivas para la salud humana y de los animales de consumo y domésticos. Como sociedad estamos cada vez más lejos de la máxima de Hipócrates: “Que la comida sea tu alimento y el alimento, tu medicina”. Por el contrario, podríamos hacer una exégesis moderna de la queja del salmista y advertir que en nuestra comida han echado veneno y en nuestra sed nos dieron vinagre. Un veneno que afecta de manera desproporcionada a las comunidades con menos recursos, obligadas a vivir en un apartheid alimentario.

Fuentes citadas:

1) “Ultra-processed food exposure and adverse health outcomes: umbrella review of epidemiological meta-analyses”. The British Medical Journal, BMJ, February 28, 2024.

2) “Los alimentos básicos ultraprocesados ​​dominan los principales supermercados estadounidenses”. Por Jaime Giménez Sánchez, Yolanda Fleta Sánchez, Andrea de la Garza Puentes, et al. medRXiv, BMJ Yale, 16 febrero, 2024.

3) Work Under Way. Learn About the Process. Dietary Guidelines for Americans, 2025-2030 Development Process. HHS Office of Disease Prevention and Health Promotion (ODPHP), and the USDA Center for Nutrition Policy and Promotion (CNPP), May 2024.

4) National Agricultural Workers Survey 2019-2020. Selected Statistics. Farmworker Justice, Washington, DC, 2022.

5) “The Racialized Marketing of Unhealthy Foods and Beverages. Perspectives and Potential Remedies”, por Anne Barnhill, A. Susana Ramírez, Marice Ashe, et al. Cambridge University Press, 4 March 2022.

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Grafiteando los rascacielos fallidos: un grito contra la crisis de vivienda

Fachada frontal del Oceanwide Plaza, en el centro de Los Ángeles. Foto del autor

El poeta no cumple su palabra

Si no cambia los nombres de las cosas.

—Nicanor Parra

29 de marzo, 2024. Una mañana de principios de febrero pasado, los madrugadores del vecindario de South Park, en pleno centro de Los Ángeles, fueron sorprendidos por la masiva pintada de grafiti que inundaba las paredes y ventanas de las tres enormes torres incompletas y abandonadas del Oceanwide Plaza. En los días siguientes vieron nuevos grafitis en los edificios, mientras los medios masivos y medios sociales describían el repentino bombardeo de imágenes y letras coloridas en noticias y comentarios que iban desde la criminalización hasta la defensa del grafiti como una forma de arte. Independientemente de la postura de las voces divergentes, lo cierto es que este bombardeo grafitero ha permitido retomar el debate sobre la presencia cada vez más visible del grafiti en los espacios públicos, y a la vez poner la mirada tanto de las autoridades como de la población angelina sobre esta monstruosa ruina que es actualmente el Oceanwide Plaza, un megaproyecto que quedó paralizado desde 2019 por falta de fondos.

La enorme mole está justo al frente de la Crypto.com Arena, la casa del equipo de baloncesto Los Lakers y al lado del Convention Center, dos sitios icónicos en una de las áreas más concurridas de la ciudad. Los grafitis fueron pintados en lo que se conoce en su jerga como un bombing: la creación del mayor número de piezas individuales y continuas de grafiti en el menor tiempo posible en un mismo espacio. Numerosos muros de cemento y ventanas de vidrio de 27 pisos de cada edificio fueron cubiertas de “tags” (etiquetas o firmas), “throw-ups” (vómitos o expulsiones) y “bubble letters” (letras con forma de burbuja).

Una toma semejante, aunque de menor escala, había sido hecha por un equipo de grafiteros el pasado diciembre en los 20 pisos del Hospital Vitas Healthcare, un edificio abandonado desde hace más de 30 años en Miami Beach, Florida. La gigantesca grafiteada se ejecutó durante la Exposición de Arte Basel que se celebra en esa ciudad todos los años. Es probable que el bombing de las torres del Oceanwide Plaza de Los Ángeles pocas semanas después haya sido realizada, al menos en parte, por algunos de los mismos artistas que participaron en el bombing del edificio de Miami Beach. Lo que sí es cierto es que la dimensión de esta última intervención ha sido una de las más espectaculares y mediáticas en la historia del grafiti, añadido el riesgo de escalar esta tortuosa estructura de fierros retorcidos y escombros, y los arrestos que hizo la policía de una veintena de grafiteros dentro del edificio.

La construcción es propiedad de la compañía china Oceanwide Holdings y pretendía ser una elegante construcción de tres edificios, dos de ellos de 40 pisos con 340 condominios de lujo y el otro de 49 pisos con 183 habitaciones para el Hotel Park Hyatt y 164 residencias también del Park Hyatt. El complejo, de un costo de más de un billón de dólares, incluiría salas de eventos, restaurantes, tiendas y espacios verdes para la recreación. En total, los tres edificios tendrían 504 condominios. La construcción empezó en 2015, pero se detuvo en 2019 por falta de fondos y el ahondamiento de las disputas de comercio e inversión entre Estados Unidos y China. La compañía constructora Lendlease de Los Ángeles, comisionada por Oceanwide Holdings (OH) para administrar el proyecto, dijo después de la grafiteada que los propietarios les adeudan cerca de 200 millones de dólares desde 2019 y han radicado una demanda ante un tribunal federal para exigir a OH que se declare en bancarrota involuntaria. El plan de Lendlease es forzar la venta del Oceanwide Plaza, cobrar las deudas y quizá continuar el proyecto con nuevos propietarios.

Pocos días después del bombing en Oceanwide, el Concejo Municipal de Los Ángeles votó a favor de destinar $3,8 millones de dólares, de los cuales 1,1 millones serán dedicados para poner vallas alrededor del edificio y bloquear el acceso a las primeras plantas, y los restantes 2,7 millones se dedicarán a borrar el grafiti, mejorar el sistema de protección contra incendios y otras medidas de seguridad. El Concejo indicó que la ciudad le cobrará eventualmente a Oceanwide Holdings for estos gastos. Sin embargo, no hay ninguna seguridad de que este dinero, que proviene de los impuestos de la población, se pueda recuperar.

Marty Goldberg and Debra Shrout, miembros de la Asociación de Vecinos de South Park, donde se localiza el proyecto, cuestionaron que el Concejo Municipal de Los Ángeles haya reaccionado tan rápido para hacer un gasto millonario de limpieza de este grafiti cuando hay tantas comunidades de la ciudad con urgencias más grandes donde se podrían usar mejor esos fondos. “Reúnan a los funcionarios electos de Los Ángeles y hagan una fracción de las cosas que prometieron que harían: el grafiti es el menor de sus problemas”, argumentan Goldberg y Shrout. Y añaden, “Las fuertes voces y opiniones con respecto al proyecto Oceanwide y el grafiti expusieron sentimientos aún más fuertes que estaban hirviendo debajo de la superficie y que ahora expuestos no disminuirán en el corto plazo” (1).

Otra de las voces que se han expresado es la de Evan Pricco, editor de la revista de arte y cultura Juxtapoz. “Lo que podemos ver”, dice Pricco, “es que debido a que otro monstruoso rascacielos residencial universalmente no deseado se está apoderando de nuestras ciudades, los artistas están tomando el espacio y haciéndolo suyo. Los artistas en general… han encontrado una nueva salida y energía colectiva para recordarle a la ciudad y a sus líderes que estas torres residenciales vacías, impulsadas por corporaciones que construyen sin preocuparse por la ciudad o sus residentes, van a comenzar a convertirse en el lienzo de estas importantes intervenciones… los artistas del grafiti están recuperando las calles y la voz de la ciudad” (2).

Por su parte el People’s City Council (Concejo Municipal del Pueblo), un movimiento social de base de Los Ángeles con más de 60 mil seguidores, critica en su cuenta de Instagram que las autoridades consideren un delito hacer grafiti sobre “un edificio desocupado de 40 pisos, y sin embargo no consideren un delito dejar un edificio de lujo de 40 pisos sin terminar mientras más de 50 mil personas viven en las calles… Nadie sale perjudicado por los grafitis. Mientras tanto, cinco personas sin hogar mueren cada día en las calles de Los Ángeles junto a edificios vacíos”.

Las autoridades políticas y administrativas de Los Ángeles han estado tratando de solventar la crisis de vivienda que padece la ciudad desde hace años. Los resultados han sido ineficaces y desastrosos hasta ahora. El caso reciente más sonado fue el escándalo que estalló a fines del año pasado debido al mal manejo de 140 millones de dólares de fondos públicos de la ciudad, el condado, el estado y el gobierno federal, otorgados a HOPICS, una organización local sin ánimo de lucro, para reubicar y pagar el alquiler de personas sin hogar en diferentes edificios y dúplex de la ciudad durante la pandemia del Covid-19. CalMatters, una organización dedicada a investigar cómo las decisiones del gobierno del estado impactan a las personas que viven en California, informó en enero de este año que HOPICS no pagó el alquiler de cientos de personas sin techo que habían sido albergadas bajo esta organización y terminaron desalojadas por los propietarios de esos edificios. HOPICS indicó que el problema ocurrió porque los intermediarios que usaron para conseguir los alojamientos no pagaron los alquileres. Hasta el momento es un drama de ineficacia, improvisación y posible malversación de fondos, que solo ahonda la crisis de vivienda que padece la ciudad (3).

En ese contexto, Colette Gaiter, una investigadora de las relaciones entre grafiti y activismo indica, “Veo estas obras como hitos importantes, y no solo porque las etiquetas de los artistas del grafiti quizás sean más prominentes que nunca, en lo alto de los edificios y visibles desde cuadras de distancia. Nos hablan también de cómo el dinero y la política pueden hacer que las personas se sientan impotentes, y cómo el arte puede reclamar parte de ese poder”. Gaiter comenta que durante sus investigaciones conversó con una artista de grafiti de Nueva York quien le explicó “que su escritura no tenía mensajes políticos explícitos, [pero añadió que] el acto de escribir grafiti siempre es político”.

Gaiter menciona que a lo largo de su estudio llegó “a entender que escribir grafiti en los muros, billboards y los vagones de los trenes es una manera de comunicar ideas disruptivas de la propiedad privada en lugares públicos y abiertos.  Involucraba a tres grupos diferentes de jugadores. Estaban los grafiteros, que representaban a personas que desafiaban el status quo. Estaban los propietarios públicos y privados de los espacios. Y estaba el gobierno municipal, que limpiaba periódicamente los grafitis de las superficies exteriores y trataba de arrestar a los grafiteros. En las ciudades de Estados Unidos, entonces y ahora, es fácil ver qué intereses son la prioridad, qué errores los gobiernos están dispuestos a pasar por alto y a qué personas vigilan y penalizan agresivamente” (4).

Está claro que el grafiti es una de las expresiones artísticas más controversiales, no solo por su contenido estético y sus funciones como medio de protesta social, sino también porque nos fuerza a repensar la pertenencia y manejo del orden social de los espacios públicos y privados. El grafiti es tan antiguo como el arte rupestre o el dedo de Dios escribiendo un mensaje de juicio político en una pared del palacio del rey de Babilonia. O en las pintadas halladas bajo los escombros de Pompeya o en los edificios del antiguo Egipto. En nuestros días, ha estado cada vez más presente al menos desde la década de los 60 cuando el grafiti fue usado de manera directa o indirecta en consignas políticas.

El grafiti, en el que participan artistas hombres y mujeres de todos los transfondos étnicos, culturales y lingüísticos, es seguramente también la forma de arte más polarizada. En la mayoría de los Estados Unidos es penalizado con cárcel, multas, restitución y la suspensión de la licencia de conducir, entre otros posibles castigos. En otros lugares se ha regularizado su uso y se han creado espacios llamados “muros de grafiti” o “muros legales”, donde se anima a estos artistas a realizar sus obras. A la vez, y como un modo de descriminalizarlo, ya en los Estados Unidos existen dos museos dedicados enteramente a este tipo de arte. El primero de ellos, el Museum of Graffiti, inaugurado por un grupo de artistas de Miami en diciembre de 2019. Menos de un año después, en plena pandemia, 20 artistas de Washington D.C. abrieron las puertas del 14th Street Graffiti Museum. Ambos museos enfocan en la celebración de esta expresión artística y en generar ingresos al comercializar piezas transportables.

El historiador y curador de grafiti, Roger Gastman, dice, “Hemos visto, a través de la pandemia, a través de estos enormes proyectos de torres en Miami y Los Ángeles, cómo cada década tiene sus figuras y estilos clave. El grafiti sigue siendo muy vital. Y vital no sólo como forma de arte, sino como voz de la ciudad. Social, política y artísticamente” (5). Los grafiteros son la voz de los que han sido silenciados y excluídos por la voz del grupo dominante.

Antes que nada, por encima de los métodos para llamar la atención, la grafiteada del incompleto Oceanwide Plaza es un símbolo de un problema al que los Estados Unidos, y de un modo particular California, no ha podido encontrar solución: la escasez y el alto costo de la vivienda. La falta de soluciones gubernamentales fuerza a centenares de miles de personas a vivir en la calle, con pocas esperanzas de salir de esta crisis, mientras el gobierno local de una ciudad cosmopolita como Los Ángeles se siente impotente para manejar el fiasco de una empresa extranjera al tratar de construir un complejo arquitectónico con más de 500 condominios de lujo que se pudren sin uso alguno. Como lo proponía el poeta chileno Nicanor Parra, la función de la poesía es alterar el nombre de las cosas y de esa manera darles una nueva significación. Cuando se trata de la crisis de una sociedad, el grafiti es un poema. Un grito en las paredes y las ventanas de obras suntuosas fracasadas que llama a revertir el orden de una sociedad deshumanizada, metalizada y sin alma.

Fuentes citadas:

1) “Oceanwide Graffiti: The Voices Are Deafening”, por Marty Goldberg and Debra Shrout. South Park Neighborhood Assoc., 22 febrero, 2024.

2) “Los Angeles Skyscraper Development Covered in Graffiti and Changes the Landscape”, por Evan Pricco. Juxtapoz, 5 de febrero, 2024.

3) “Una organización de Los Ángeles ayudó a albergar a cientos de personas sin hogar pero muchos fueron desplazados. ¿Qué salió mal?”, por Byrhonda Lyons y Jeanne Kuang. CalMatters, 19 enero, 2024.

4) “For graffiti artists, an abandoned skyscraper in Miami becomes a canvas for regular people to be seen and heard”, por Colette Gaiter. The Conversation, 28 de febrero, 2024.

5) “Interview with Beyond the Streets Founder Roger Gastman”, por Lee Sharrock. FAD Magazine, 13 de marzo, 2024.

 

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

El poderío económico latino, a pesar de todo

La Plaza Village y Plaza de la Cultura y Artes, en el lugar donde la ciudad de Los Ángeles, California, fue fundada en 1781 por catorce familias de Sonora compuestas de indígenas, mestizos, afros y españoles.

 

5 de marzo, 2024. Si una cosa se puede decir con toda certeza es que la historia de los latinos en los Estados Unidos es una de tenacidad, de lucha, de ganas sobrehumanas, o quizás muy humanas, de vencer toda adversidad, de sobreponerse a todos los obstáculos de una vida dura donde nada se les ha dado de gratis. Es una historia de valentía, de heroísmo, que a través de un enorme esfuerzo personal, familiar y a menudo colectivo, han sabido sobreponerse una y otra vez a la discriminación, el racismo, la falta de oportunidades y el continuo esfuerzo de invisibilización a que han sido sometidos por el grupo hasta ahora dominante.

Es una historia de más de 500 años como hablantes del idioma español, la lengua colonial europea más antigua en lo que es actualmente el territorio de los Estados Unidos, y por cierto, del continente americano. Y aunque su presencia y contribución históricas hayan querido suprimirse y pordebajearse una y otra vez, EE. UU. no podría explicarse, y su historia quedaría mutilada por entero, si no se incluye lo que los latinos han representado desde siempre, hasta llegar a ser hoy una de las comunidades gestoras de las mayores fuentes de riqueza de este país.

Mirada solamente desde el punto de vista económico, la actividad productiva de los latinos es actualmente la de mayor incremento a nivel nacional. Esta realidad factual es de la que han venido dando cuenta al menos desde 2017 grupos de investigación de varias universidades. Según el Informe de 2023 presentado por un consorcio entre la Universidad de California de Los Ángeles, UCLA, y la Universidad Luterana de California, que recoge estadísticas de 2021, las más recientes disponibles de los programas de datos de agencias del gobierno, el Producto Interno Bruto (PIB) total de los latinos que viven en Estados Unidos fue de $3.2 billones (trillones en inglés), lo cual representó un aumento significativo en relación con los $2.8 billones de 2020, $2.1 billones de 2015 y $1.7 billones en 2010 (1).

El PIB es una medición que abarca el valor de todo lo producido por todos los individuos, empresas y organizaciones gubernamentales dentro del país, o como en el caso de estas estadísticas, de una población específica. Y junto a estas cifras hay que destacar que el aumento del PIB latino de 2021 ocurrió justo en medio de la pandemia del Covid-19, cuando los latinos fueron una de las comunidades más afectadas y con más alta mortalidad, en parte por la dificultad en el acceso a las vacunas, desatención primaria, falta de tratamiento oportuno, y en otros casos por trabajar en puestos de primera línea en hospitales y centros de salud donde estaban expuestos al contagio.

A su turno, el grupo investigativo liderado por la Universidad Estatal de Arizona y The Latino Donor Collaborative, una organización sin ánimo de lucro, indicó en un estudio similar al mencionado anteriormente: “el Poder Adquisitivo Latino (PAL) es impresionante con $2.4 billones (trillones en inglés)”; y añade: “Si los latinos en EE. UU. fueran un país, serían la quinta economía más grande del mundo, solo detrás de EE. UU., China, Alemania y Japón. Los latinos en EE. UU. no son un mercado de nicho, ni pequeño, ni como a veces se describen como un mercado del futuro. Ya es la tercera economía de más rápido crecimiento en el planeta, y pronto podría rivalizar con las tasas de crecimiento de China” (2).

La Oficina federal Advocacy, de la Administración de Pequeños Negocios de los EE. UU., indicó en septiembre del año pasado que los hispanos poseen más de 4,5 millones de empresas pequeñas que dan trabajo a más de 2,9 millones de personas a nivel nacional (3), siendo los estados del suroeste, junto a Florida, Illinois y Nueva York donde se concentra el mayor número de estas empresas de enorme diversidad de producción y servicios. Resulta interesante notar que todos los estados del suroeste, donde vive el mayor número de latinos del país, eran estados mexicanos hasta 1848 cuando fueron tomados por la fuerza por EE. UU., obligando a México a la rendición de ese enorme territorio por la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo. El hecho de que la población y el desarrollo económico latino sean más grandes en estos estados demuestra la enorme resistencia histórica latina, sobre todo mexicana, en dicha región.

Una consecuencia predecible de esta monumental iniciativa empresarial es la creciente movilidad económica y social de las comunidades latinas tanto urbanas como suburbanas. Tim Anderson, periodista del periódico Stateline y experto en demografía, destaca que en la década 2012-2022 “el porcentaje de hogares hispanos en el país que calificaban como de clase media creció aproximadamente del 42% al 48%, mientras que la proporción de hogares blancos de clase media se mantuvo aproximadamente igual en 51%. La proporción de hogares negros de clase media creció más lentamente, del 41% al 44%”, entendiendo por clase media “una familia de tres personas que gane en promedio $46,000 en Nuevo México, o $53,000 para una familia del mismo tamaño en Florida, o $72,000 en Massachusetts y Nueva Jersey”. El estudio se basó en los 15 estados con al menos 10% de población hispana (4).

Sin embargo, como indica Anderson, aunque las familias latinas bien establecidas muestran estabilidad financiera, también son las que experimentan mayor vulnerabilidad a la hora de mantener condiciones de vida estable y están más expuestas a situaciones constantes de inequidad y de retroceso social y económico. Por otra parte, pese a los millones de pequeños negocios de propiedad de los latinos, no quiere decir que sus dueños generen grandes ganancias, ni que contraten necesariamente a personas latinas. Aunque la cantidad de latinos, hombres y mujeres que trabajan en esas empresas sea un porcentaje importante, es todavía pequeño comparado con los más de 63 millones de latinos que viven en el país. Lo que sí significan estos datos es que los latinos son los actores y responsables directos en la generación de esta riqueza distribuida en las empresas e individuos (muchos de ellos no latinos) para quienes trabajan o cuyos productos consumen.

Este músculo productivo y de consumo latino en los Estados Unidos está lejos todavía de traducirse en una mayor participación, relevancia y presencia latina, y ni siquiera en términos de igualdad laboral. Como lo destaca un estudio reciente de McKinsey & Company, una empresa independiente de consultoría de negocios globales, “los latinos estadounidenses ganan solo 73 centavos por cada dólar que ganan los estadounidenses blancos y se enfrentan a la discriminación a la hora de conseguir financiamiento para crear y ampliar empresas. Los latinos tienen dificultades para acceder a los alimentos, a la vivienda y a otros elementos esenciales. Y su nivel de riqueza familiar —que afecta directamente a su capacidad para acumular y transmitir la riqueza de generación en generación— es solo una quinta parte del de los estadounidenses blancos no latinos” (5).

Comentando sobre el Informe del PIB latino en 2021, Ana Nieto, del canal alemán DW en Nueva York, enumera las distintas sombras que arrojan estas estadísticas, incluyendo que cerca de 10 millones de latinos viven en pobreza, que las mujeres ganan salarios más bajos que el de los hombres en las mismas actividades y profesiones, y que las dificultades para obtener créditos con bajos intereses limitan la iniciativa empresarial de la comunidad latina (6). Estas desigualdades son sentidas de manera preponderante entre la juventud latina que tiene que enfrentarse diariamente a la discriminación sistémica tanto en el acceso a la educación superior como en el mundo laboral.

En su libro Citizens but Not Americans: Race and Belonging among Latino Millennials (Ciudadanos, pero no estadounidenses: Raza y pertenencia entre los latinos mileniales), Nilda Flores-González presenta una serie de entrevistas en la que jóvenes latinos expresan cómo se sienten excluidos y limitados en sus aspiraciones, tanto por su apariencia física como por los prejuicios contra la cultura a que pertenecen. “Sentir que son ciudadanos, pero no estadounidenses, es el tema subyacente que encontré en mi investigación sobre los mileniales latinos de segunda y tercera generación”, dice la autora. Pero si los latinos nacidos en los EE. UU., que hablan inglés y han vivido siempre en esta sociedad, experimentan discriminación, es aún más traumático para los millones de latinos indocumentados que ya están establecidos en el país y también para los recién llegados, que no experimentan la misma bienvenida que reciben migrantes de países europeos, como pueden verlo con los ucranios que entran por la frontera con México.

Pese a todas estas desventajas, la población latina, acostumbrada a la resistencia y la lucha, encuentra los medios para proseguir en su búsqueda de estabilidad financiera personal y familiar. Este año 2024 más de 9 millones de latinos residentes serán candidatos a la ciudadanía. A través de ella tendrán no solo la posibilidad de mejores trabajos y movilidad social, sino la oportunidad de votar por candidatos que les favorezcan, o involucrarse directamente en la política para actuar a favor de la comunidad latina. Un promedio de 36.2 millones de latinos podrán votar este año, un aumento de casi 4 millones en relación con el año 2020.

En este año de elecciones presidenciales, donde nuevamente la campaña anti-inmigrante y anti-latina vuelve a ponerse tendenciosamente en el centro del debate, y a encender la llama del racismo y la estigmatización contra los latinos, la visibilización del poderío económico latino es una manera de ayudar a desmantelar la propaganda racista y oportunista. Para los latinos es una simple cuestión de justicia social y un golpe de realismo incontestable sobre el bienestar que producen a este país, a pesar de todo.

Fuentes citadas:

1) 2023 Latino GDP Report. Hard-working. Self-sufficient. Optimistic. Center for the Study of Latino Health and Culture of UCLA, and Center for Economic Research & Forecasting of California Lutheran University.

2) The 2023 Official LDC U.S. Latino GDP Report. 6th Annual Edition. The Role of the U.S. Latino Community in the U.S. Economy. By Dennis Hoffman, Ph.D. and José A. Jurado, Ph.D. Arizona State University.

3) “Datos sobre las pequeñas empresas: Estadísticas de propiedad hispana”. SBA. Office of Advocacy, 26 de septiembre de 2023.

4) “More Hispanic families are reaching the middle class”, por Tim Henderson, Stateline, enero 2, 2024.

5) “La situación económica de los latinos en Estados Unidos: El sueño americano aplazado”, por Lucy Pérez, Bernardo Sichel, et al. McKinsey Insights, 9 de diciembre de 2021.

6) “Latinos de EE. UU. serían la quinta economía mundial si fueran un país”. DW Español, 30 de septiembre, 2023.

(Publicado en HispanicLA. 5 de marzo, 2024)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Los asesinos de la luna y del agua

Parte de un grupo de miembros de la Nación Osage, Oklahoma en 1924 junto a colonos blancos que se establecieron en sus tierras ricas en petróleo. Foto de Archie Mason, en los archivos de David Grann.

Más te vale que nunca veas ángeles en la rezer.

Si algún día los ves, será porque te llevan en marcha forzada

hasta Sión u Oklahoma, o hacia algún otro infierno

que habrán diseñado para nosotros.

—Fragmento de un poema de Natalia Díaz, poeta mojave de Needles, California

4 de febrero, 2024. De vez en cuando, muy de vez en cuando, Hollywood se atreve a remecer las aguas oscuras del pasado de los Estados Unidos, todavía muy presentes y tenebrosas en nuestros días. Una de esas ocasiones es con la película Killers of the Flower Moon (doblada al español como Los asesinos de la luna), una de las películas más destacadas de 2023, que aborda sin miramientos uno de los tantos momentos de horror sufridos por los nativos del país. Con un realismo implacable, el largometraje de casi tres horas y media, dirigido por Martin Scorsese, se sumerge en el abismo de lo que se conoce como el Reinado del Terror: las decenas, quizá cientos, de homicidios cometidos en la década de 1920 por hombres blancos contra nativos de la Nación Osage en Oklahoma, para apoderarse de los títulos de propiedad de la minería en sus tierras comunales ricas en petróleo. El filme, que cuenta con los roles protagónicos de Leonardo DiCaprio, Robert de Niro y la actriz Lily Gladstone, miembro de la Tribu Blackfeet de Montana, es una adaptación de buena parte del libro del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI, publicado en 2017.

Desde sus primeras presentaciones el año pasado y hasta hoy, la película ha recorido los principales circuitos de nominaciones y premiaciones del cine nacional. Lily Gladstone se convirtió en la primera indígena en ganar el Golden Globe como mejor actriz, y en la segunda indígena en ser nominada en esta misma categoría. El filme ha recibido diez nominaciones a los Óscar, incluyendo mejor película, mejor dirección, mejor actriz, mejor actor secundario, mejor cinematografía y mejor editaje; además del reconocimiento profesional, estas premiaciones son un medio de promoción para que el gran público acuda en masa a ver estas producciones.

Las reseñas a la película en la gran prensa han sido elogiosas y complacientes. Pero, teniendo en cuenta que esta es una historia verdadera sobre una población indígena que, como muchas otras de los Estados Unidos y del resto del continente siguen existiendo en los márgenes con enorme capacidad de resistencia, resulta de importancia conocer las reacciones de los propios miembros de la Nación Osage el día de hoy sobre el filme de Scorsese. La respuesta ha sido variada. Algunos la han visto con horror y espanto al tener frente a frente el asalto a su propio pueblo retratado en el cine. Otros, con un sentimiento parcial de alivio al poder confrontar sus fantasmas con las imágenes de la tragedia de sus parientes de solo dos o tres generaciones atrás. Otros, en cambio, han asumido una actitud crítica al formato y contenido de la película misma, en la que ven repetidos los mismos esquemas de representación de los nativos que han predominado desde los orígenes del cine estadounidense.  

A pesar de los evidentes y publicitados esfuerzos que tanto el director, como los actores blancos, y el personal de producción se tomaron para tratar de relatar la historia del modo más objetivo posible, resulta claro que la película sigue una vez más el paradigma de Hollywood: una historia de hombres blancos contada desde la perspectiva del hombre blanco. Que el retrato sea uno de la maldad, ambición y crimen del hombre blanco, no es importante. Lo que importa es que mantienen el control de la narración, mientras los nativos sirven como trasfondo, las víctimas sobre la que ejecutan su acción destructiva. La presencia de los nativos en la película, que en este caso representan a los osage que habían adquirido una enorme riqueza con los contratos para permitir la explotación petrolera, queda reducida a una población casi sin voz, avasallada por el ingenio perverso del hombre blanco.

Por otra parte, la película parece indicar que lo ocurrido durante el Reinado del Terror fue un evento de excepción en la historia, toda vez que deja por fuera la responsabilidad que tuvo, y sigue teniendo el gobierno de los Estados Unidos, en posibilitar estas agresiones sangrientas. Hasta la década de 1920, nada menos que trescientos años de despojo, esclavitud, masacres y desplazamientos continuos de las poblaciones indígenas. Elizabeth Rule, miembro de la Nación Chicksaw y profesora de la American University, dice que “la película podría haber incluido un contexto más amplio sobre cómo los asesinatos [de los osage] no fueron eventos aislados sino parte de una historia más amplia de colonización. La violencia contra los pueblos indígenas se desarrolló de manera sistemática en otras comunidades en diferentes partes del país” (1).

El crítico de cine Joel Robinson, un nativo osage, indaga de manera personal la película de Scorsese, y aunque hace una reseña positiva sobre todo del papel de Lily Gladstone como Mollie Burkhart, concluye expresando que espera que sean directores de cine indígenas quienes cuenten y filmen sus propias historias. En particular, le gustaría ver que un director de cine osage tuviera la oportunidad de dirigir una adaptación de la novela A Pipe For February, del escritor osage Charles H. RedCorn, en la que relata la historia del Reinado del Terror desde la perspectiva de un osage que la vivió. “Pienso”, dice RedCorn, “que serviría como una historia complementaria a la crónica un tanto más periodística de David Grann” (2). En la actualidad hay un promedio de 21 mil osage, la mitad de los cuales vive en Oklahoma y el resto en distintas parte del país. La explotación de petróleo continúa en sus tierras, pero ya no es ni sombra de lo que fue en los tiempos del boom petrolero de las primeras décadas del siglo pasado, debido en parte a las regulaciones federales y estatales. Hoy muchos de los osage están en el negocio de los casinos.

En una época como la nuestra en que las poblaciones indígenas originales están siendo más visibilizadas en el debate nacional, películas como Los asesinos de la luna ponen sobre el tapete la urgencia de que más historias como estas sean contadas y conocidas, no solo por razones estéticas o de curiosidad, sino ante todo por la necesidad de justicia y reparación histórica a quienes habitaban las tierras que hoy ocupamos. Esas historias están marcadas por una extraordinaria capacidad de resistencia y creatividad frente al trauma histórico de la colonización, genocidio, limpieza étnica y marginación. Y también por algunos de los problemas más acuciantes que padecen en nuestros días como es, en primerísimo lugar, la desaparición, trata y violencia contra las mujeres indígenas.

Según la Oficina de Asuntos Indigenistas del Departamento del Interior de EE. UU., “las tasas de asesinatos, violaciones y delitos violentos contra los nativos estadounidenses y de Alaska son más altas que los promedios nacionales” (3). Las investigaciones sobre esta crisis permanente apuntan a que “hay una mayor prevalencia de violencia interracial contra las mujeres (y hombres) indígenas que de violencia intraracial, es decir, los actos violentos son cometidos en su mayoría por agresores no indígenas”(4).

Sumado a este drama, uno de los conflictos más mediáticos de los últimos años en relación con los nativos de Estados Unidos ha sido la disputa de la Tribu Sioux de Standing Rock en Dakota del Norte y Dakota del Sur contra el proyecto del oleoducto Dakota Access Pipeline (DAPL) que atraviesa tierras sagradas para esta población nativa. Desde que se empezó la construcción en 2016 del DAPL este proyecto petrolero ha enfrentado algunas de las protestas más sonadas de los nativos y las organizaciones ambientalistas. Los miembros de la tribu han denunciado el daño que puede producir el oleoducto si hay posibles derrames de petróleo en el Río Misuri, que es una fuente vital para la tribu y otras poblaciones.

Los Sioux se han declarado Protectores del Agua y de la Tierra contra aquellos que como en el Reinado del Terror en Oklahoma quieren ahora también sabotear sus derechos territoriales. En diciembre 2016 el presidente Obama suspendió de manera temporal la construcción del oleoducto, pero la llegada de Trump a la presidencia, pocas semanas después, reactivó los permisos de construcción. Nuevamente, en 2022, un tribunal estadounidense ordenó al gobierno federal que llevara a cabo una declaración de impacto ambiental más intensiva de la ruta del oleoducto de crudo que atraviesa una extensión de 1,100 millas (1,800 kms) de largo, administrado por la empresa privada Energy Transfer. Se espera que para finales de este año 2024 se emita una resolución final. Mientras tanto, el oleoducto sigue funcionando y la lucha de los sioux y de las organizaciones ambientalistas sigue también en marcha.

No hay duda que Hollywood presta un servicio a la causa de las poblaciones indígenas del país, y globalmente, al producir una película relevante como Los asesinos de la luna y otras en este nuevo siglo como Bury My Heart at Wounded Knee (2007) y Rhymes for Young Ghouls (2013), estas dos últimas con mucha más agencia y vocería indígena en la trama y la representación en los roles protagónicos. Debe ser claro a estas alturas que el cine supremacista blanco de las epopeyas de la conquista del Salvaje Oeste están mandadas a recoger hace tiempo. Y aún de películas como Los asesinos de la luna, que aunque estupendas en su factura e intención, perpetúan el paradigma de ser contadas desde la perspectiva del agresor. Cualquier avance posible en la justicia étnica y racial pasa por otorgar el protagonismo en todos los niveles de la producción artística (libreto, dirección y actuación) a aquellos que han enfrentado la explotación y el saqueo histórico y que tienen ahí su lugar de enunciación. Que sea ahora su turno, al fin, de contar su propia historia.

Fuentes citadas:

1) “In Indigenous Communities, a Divided Reaction to ‘Killers of the Flower Moon’”, por Christopher Kuo. The New York Times, Dec. 12. 2023.

2) Killers of the Flower Moon, reseña por Joel Robisnon. LetterBoxd, 18 de octubre, 2023.

3) “Missing and Murdered Indigenous People Crisis”. U.S. Department of the Interior, Indian Affairs. Consultada el 28 febrero, 2024.

4) “Las luchas por las mujeres indígenas asesinadas y desaparecidas en Estados Unidos”, por Claire Charlo. Capire. 5 de mayo, 2023.

(Publicado en HispanicLA, 4 de febrero de 2024)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Los renglones torcidos de la Inteligencia Artificial

“No existe un documento de la cultura que

no lo sea a la vez de la barbarie. Y como en sí mismo

no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso

de transmisión por el cual es traspasado de unos a otros”.

—Walter Benjamin, en La dialéctica en suspenso

 26 diciembre, 2023. En estos días se está cumpliendo poco más de un año del lanzamiento del ChatGPT de la OpenAI que dio una visibilidad masiva al mundo de la inteligencia artificial (IA) generativa  como no se había visto hasta ahora. Una multitud creciente de usuarios del nuevo chabot de Microsoft (y poco después, de chabots similares de otras compañías digitales como el Bard, de Google) comenzó a hacer uso del potencial que ofrecía este recurso de la tecnología informática de fácil acceso. Es cierto que herramientas parecidas han existido, aunque de manera muy limitada, desde la segunda mitad de los 60, empezando con el programa Eliza del Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT (las Siri, Alexa, Irene, Cortana, Aura, y otras, de nuestros días), que permitía mantener una suerte de precaria conversación entre las personas y las máquinas. Pero entre aquellos despuntes de laboratorio y los chabots actuales se ha recorrido ya una gran distancia, que va desde la extraordinaria acumulación de estructuras de datos y algoritmos y las múltiples posibilidades que ofrece, hasta la absoluta facilidad de usar esta tecnología, con un mínimo de conocimiento inicial y una computadora o un teléfono inteligente por parte de cualquier usuario. Lo que podríamos llamar alegremente, el mundo de la inteligencia virtual al alcance de todos.

Sin embargo, en medio de todo este entusiasmo, los observadores críticos de la IA no dejan de notar la falta de transparencia en el proceso de elaboración y funcionamiento del GPT-4, lanzado en marzo de este año, y que se considera hoy el modelo más avanzado y preferido de los tipos de lenguaje de la IA. Como destaca Will Knight, de la revista Wired, estas omisiones no ocurren por casualidad. “OpenAI y otras grandes empresas están muy interesadas en mantener en secreto el funcionamiento de sus algoritmos más preciados, en parte por miedo a que se haga un mal uso de la tecnología, pero también por la preocupación de darles ventaja a sus competidores” (1).

Este secretismo ha sido parte de una tradición de las grandes compañías informáticas. Pero a medida que avanza la utilización cada vez más abarcadora e invasiva de las tecnologías de IA (de las cuales los chatbots son apenas uno de sus muchos y diversificados productos), los expertos en ciencias digitales, y a menudo los mismos creadores o patrocinadores de estas tecnologías, como Sam Altman y Geoffrey Hinton, no dejan de mostrar su profunda inquietud, entre otras cosas, por el peligro potencial de que la IA se use para la desinformación a escala global, ataques cibernéticos ofensivos, pérdida de empleos y la posibilidad de que las máquinas se hagan autónomas y superen las capacidades cognitivas humanas. Es decir, todo un escenario catastrofista a lo 1984. Por cierto, nada improbable, como lo advierten sus propios gestores.

A la par con estas preocupaciones legítimas (aunque incompletas e insuficientes) sobre las amenazas potenciales de la IA, existen otras de carácter inmediato. No tanto por lo que pueda ocurrir en un futuro próximo o lejano, sino por lo que ya ha venido ocurriendo durante años de prácticas discriminatorias y racistas. Como apunta Paola Ricaurte, del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México, “los sistemas de inteligencia artificial funcionan bien para un tipo de personas: blancas, heteronormadas, que hablan inglés, que tienen movilidad, que pueden entender cómo funcionan esos sistemas. Para las demás personas, estos sistemas representan un tipo de tecnología que no está diseñada para ellas ni por ellas” (2).

Los testimonios sobre los sesgos de la IA, tal como está concebida hasta hoy, son interminables. Aquí algunos de ellos: Joy Buolamwini, una afroestadounidense estudiante de posgrado del MIT, descubrió en 2018 que el programa de reconocimiento facial en que trabajaba no podía detectar su piel oscura. Probó entonces ponerse una máscara blanca. El sistema  reconoció de inmediato su presencia, aunque no pudo identificarla. El hallazgo de Buolamwini la llevó a explorar más profundamente esta falla del sistema a la que la científica denominó la “mirada codificada”.

Su pesquisa la impulsó a fundar Algorithmic Justice League, una organización a través de la cual busca crear conciencia y legislación sobre los prejuicios e ignorancia latentes de los encargados de diseñar programas digitales que favorecen de manera evidente al grupo dominante de la sociedad. Su historia está descrita en detalle en el revelador documental Code Bias, de Netflix (2020). Entre sus investigaciones, Buolamwini destaca cómo los textos e imágenes del programa de aprendizaje automático Stable Difussion mostraba que los trabajos mejor remunerados eran otorgados a hombres de piel clara, mientras las personas de piel oscura estaban bajo las categorías de delincuentes, criminales, terroristas, narcotraficantes o presidiarios, sin ninguna prueba de que tuvieran esos antecedentes.

Otra historia es la de la profesora de ciencias políticas y tecnología de la Universidad de Harvard, Latanya Sweeney. En una ocasión en que buscaba en internet un artículo que había escrito años atrás, halló que las primeras entradas de su búsqueda en Google decían: “Chequea arrestos de Latanya Sweeney” y “Latanya Sweeney, ¿arrestada?”. La profesora quedó sorprendida, primero porque nunca había sido arrestada, y segundo, por la manera criminalizante como el buscador de Google la representaba. Esto la llevó a pensar si el resultado se debía a que tenía un nombre que el buscador identificaba con el de personas negras. Sweeney realizó una investigación online por todos los estados del país y halló que, en efecto, muchos nombres de origen africano estaban clasificados en el internet como personas que podían haber estado en la cárcel o que tenían cuentas con la justicia, aunque al indagar la información de esas personas no había ningún récord criminal. Era claro que el buscador de Google llegaba a conclusiones racistas por la data con la que había sido programado.

Julio César Guanche, especialista del Sector de Ciencias Sociales y Humanas de la UNESCO, narra la historia de un hombre afroestadounidense arrestado en frente de su familia en 2021 en Michigan después de que un programa de IA lo fichara erróneamente como autor de un robo. Luego se comprobó que el sistema había sido programado mayormente con rostros blancos e identificó al hombre negro como un delincuente. Guanche menciona también que en ese mismo año, en Holanda, 26 mil familias “fueron acusadas de fraude. El dato en común entre ellas era poseer algún origen migrante. El hecho llevó a la ruina a miles de inocentes, que perdieron casas y trabajos, obligados a devolver dinero de la asistencia social. Se trataba de un error que generó una ‘injusticia sin precedentes’ en ese país. El gabinete renunció ante el escándalo. El diagnóstico del supuesto fraude lo elaboró una IA” (3).

Los algoritmos que definen el funcionamiento de la IA son como la lista de un conjunto de elementos que componen una fórmula, la secuencia para un procedimiento, una estrategia, una agenda, una rutina, las instrucciones con las que tradicionalmente se han programado las computadoras y otras máquinas “inteligentes”. Pero conforme se ha avanzado en el desarrollo de la tecnología virtual, la acumulación extraordinaria de información (la big data) ha otorgado a las máquinas la capacidad de crear clasificaciones en el ordenamiento de la data. Con frecuencia, sus respuestas o informes son incomprensibles o inesperados para los mismos programadores, pero no por eso los hace menos responsables de los resultados.

El drama laboral y personal de Margaret Mitchell, una de las creadoras del Departamento de Ética de IA de Google, es una advertencia sobre cómo opera el mundo interno de las grandes compañías de IA. Mitchell fue despedida supuestamente por haber violado el código de conducta y de seguridad, entre otras cosas, al filtrar documentos confidenciales de la compañía. En una entrevista al diario El País, de España, la experta en ética y tecnología, indicó que las prácticas discriminatorias y los algoritmos están condicionados “desde el principio: si las decisiones no las toma un grupo inclusivo de personas diversas, no serás capaz de incorporar diversidad de pensamiento en el desarrollo de tu producto. Si no se invita a la mesa a personas marginadas, los datos y la manera en que se recopilarán reflejarán la perspectiva de los que tienen poder. En las compañías tecnológicas, tienden a ser, de forma muy desproporcionada, hombres blancos y asiáticos. Y ellos no se dan cuenta de que los datos que manejan no son completos, porque [solo] reflejan su visión”.

Mitchell señala que, en consecuencia, las tecnologías resultantes “no funcionarán para personas marginadas, o hasta les harán daño. Por ejemplo, coches autónomos que no detectan a los niños, porque los datos que controlan no tienen en cuenta sus comportamientos más caóticos o erráticos. Esto ya ocurría con las airbags, que hacían más daño a las mujeres, porque habían sido diseñados sin tener en cuenta que hay personas con pechos. Hay que prestar atención a las características de personas marginadas, o que son tratadas como menores”. Mitchell denuncia también que los grupos más afectados por los sesgos de las IA son “las mujeres negras, personas no binarias, gente de la comunidad LGTBIQ+ y personas latinas. Esto lo ves también en quién trabaja en las compañías tecnológicas y quién no”. La investigadora confiesa su pesimismo sobre el futuro de la IA, dado que las personas más afectadas son las que no participan ni en la creación ni en la toma de decisiones de las compañías digitales (4).

Safiya Umoja Noble, especialista en estudios de internet y profesora de Estudios de Género y Estudios Africanoestadounidenses de la Universidad de California en Los Ángeles, puntualiza en su libro Algorithms of Oppression: “Aunque tendemos a pensar que términos como data y ‘algoritmos’ son benignos, neutrales u objetivos, ellos son cualquier cosa menos eso. La gente que hace las decisiones tiene todo tipo de valores, muchos de los cuales promueven abiertamente el racismo, el sexismo y falsas nociones de meritocracia, todo esto bien documentado en estudios de Silicon Valley y otros centros tecnológicos” (5).

Resulta también interesante, aunque no extraño en absoluto, que entre los diez países líderes actuales en la tecnología de IA (Estados Unidos, China, Reino Unido, Israel, Canadá, Francia, India, Japón, Alemania y Singapur, del primero al décimo), Estados Unidos ocupe no solo el primer lugar en la cantidad de empresas dedicadas a esta industria, sino que sobrepasa en mucho a los demás en el desarrollo y empleo de tecnologías digitales para la guerra. 

La portentosa industria militar estadounidense experimenta con tecnología digital avanzada al menos desde principios de los 90. En agosto de este año, la Fuerza Aérea solicitó cerca de seis mil millones de dólares para gestionar la compra de por lo menos mil aviones militares sin tripulación, que serán conducidos con inteligencia artificial. Así mismo, el ejército avanza en el desarrollo de drones que serán utilizados en las 750 bases militares que tienen los Estados Unidos en unos 80 países del mundo, todo ello pagado con los impuestos de la población.

En buena medida, los sesgos que caracterizan el diseño de las IA en los Estados Unidos se encuentran también en otros países, con mayor o menor énfasis en unos u otros aspectos. De allí que en marzo de este año, frente al acelerado avance de las tecnologías generativas como el nuevo ChatGPT-4, más de mil expertos y personal de los laboratorios de IA de las grandes compañías digitales pidieron a través de una carta hacer una pausa de seis meses para tratar de frenar el desarrollo explosivo de la IA, a fin de establecer pautas, controles y protocolos sobre la dirección responsable que debía tomar la industria.

La carta indica en uno de sus segmentos clave, “Los sistemas de IA contemporáneos ahora se están volviendo competitivos para los humanos en tareas generales, y debemos preguntarnos: ¿Deberíamos dejar que las máquinas inunden nuestros canales de información con propaganda y falsedad? ¿Deberíamos automatizar todos los trabajos, incluidos los de cumplimiento? ¿Deberíamos desarrollar mentes no humanas que eventualmente podrían superarnos en número, ser más inteligentes, obsoletas y reemplazarnos? ¿ Deberíamos arriesgarnos a perder el control de nuestra civilización? Tales decisiones no deben delegarse en líderes tecnológicos no elegidos. Los sistemas potentes de IA deben desarrollarse solo una vez que estemos seguros de que sus efectos serán positivos y sus riesgos serán manejables”. Dado que tal pausa no se ha llevado a cabo hasta el momento, la carta sigue abierta todavía para la firma de profesores, servidores públicos y de la industria digital a través de la página del Future of Life Institute (5). 

Como una evidencia de las tensiones internas que los propios generadores de la industria de las IA están exhibiendo ante el mundo, en mayo de este año un grupo de más de 350 destacados ejecutivos, investigadores e ingenieros de IA firmaron también un brevísimo documento titulado “Declaración sobre el riesgo de la IA”. Consiste de una sola frase donde indican: “Reducir el riesgo de extinción causado por la inteligencia artificial debería ser una prioridad global, junto con otros riesgos a escala social como pandemias y guerra nuclear” (6).

El gobierno de Biden, que no es inocente ni marginal a lo que está sucediendo (y que, además, es un protagonista con todo su aparato burocrático y militar), tomó nota al fin del impacto que la IA juega y seguirá jugando de modo creciente en el reordenamiento geopolítico global. El 30 de octubre de este año, la Casa Blanca expidió la Orden Ejecutiva sobre el desarrollo y uso seguro y confiable de la inteligencia artificial, la cual está escrita en la correcta dirección. Uno de sus párrafos dice: “Los próximos pasos críticos en el desarrollo de la inteligencia artificial deberían basarse en las opiniones de los trabajadores, los sindicatos, los educadores y los empleadores para respaldar usos responsables de la inteligencia artificial que mejoren la vida de los trabajadores, aumenten positivamente el trabajo humano y ayuden a todas las personas a disfrutar de manera segura de los avances y oportunidades derivados de la innovación tecnológica”. La cuestión es que tales palabras y aspiraciones se cumplan por parte de organismos vigilantes e independientes. Lo cual no suele ocurrir y se pierde en los laberintos de los intereses políticos y económicos.

Entre tanto, el Parlamento de la Unión Europea también dio pasos el pasado 8 de diciembre para establecer los límites en el uso de la inteligencia artificial. El texto tentativo de la A.I. Act busca posicionarse como un referente global sobre los beneficios y riesgos de esta tecnología, entre los que se encuentra, según esta propuesta de ley, la difusión de noticias falsas, la automatización de la fuerza laboral, las limitaciones sobre el uso de reconocimiento facial  y la seguridad nacional. Se espera que el Parlamento la apruebe en algún momento del próximo año.

No hay duda de que el progreso científico, tecnológico y social que representa la IA es uno de los más significativos en prácticamente todas las áreas de la vida personal y pública, incluyendo la educación, la medicina, las ciencias y las comunicaciones, por mencionar unas pocas. Sin embargo, debería resultar claro que, como en tantos otros momentos de la historia, el progreso de unos pocos es el atraso y la explotación de la mayoría. Como anotaba Walter Benjamin, todo documento (o mecanismo) de la cultura lo es también de la barbarie. Lo que puede servir a los fines de la clase y los grupos dominantes es al mismo tiempo el instrumento con el cual los pueblos marginados y minorizados se consumen más en la desesperanza. Quizá hay que empezar por ejercer el control por nosotros mismos en la medida en que nos acercamos de manera crítica e informada a los productos tecnológicos que determinan nuestros modos de vida. Quizás todavía sea tiempo de no ser solo espectadores y consumidores, sino de actuar alertas por el bien común de la actual y las futuras generaciones. Quizás.

Fuentes citadas:

1) “La tecnología detrás de las IA más poderosas es cada vez menos transparente”, por Will Knight. Wired, 17 de diciembre, 2023.

2) “Inteligencia artificial: ¿discriminación garantizada?”, por Maricel Drazer. DW, 23 de noviembre, 2023.

3) “La historia del algoritmo. Los ‘fallos’ de la Inteligencia Artificial, por Julio César Guanche. UNESCO, 21 de Septiembre de 2023.

4) “Margaret Mitchell: ‘Las personas a las que más perjudica la inteligencia artificial no deciden sobre su regulación’”, por Josep Catà Figuls. El País, 26 de noviembre, 2023.

5) “Pause Giant AI Experiments: An Open Letter”. Future of Life, March 22, 2023

6) “Statement on AI Risk”. Center of AI Safety, May 30, 2023.

(Publicado en HispanicLA, 26 de diciembre, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Salud: el sistema del desastre

 

24 de noviembre, 2023. En 1966, durante una conferencia de prensa con la AP en el marco de la reunión anual del Comité Médico por los Derechos Humanos en Chicago, el Dr. Martin Luther King, Jr. dijo enfáticamente, “De todas las formas de desigualdad, la injusticia en la atención médica es la más impactante e inhumana, porque a menudo resulta en la muerte física”. Luther King enfocaba de manera específica en el cuidado médico segregado e inferior que recibía la población afrodescendiente y en la feroz discriminación contra los médicos negros calificados para ejercer su profesión. Era todavía el tiempo del movimiento por los derechos civiles. Largas décadas, después de estas luchas interminables, las desigualdades en el acceso de calidad al cuidado de la salud siguen siendo muy parecidas a las de entonces, y como siempre, afectando de manera preponderante a los grupos racializados del país.

Pese a la alta tecnología de que se dispone y a la gran inversión en salud pública, los Estados Unidos es el país con más bajas calificaciones en materia de atención médica, comparado con otros de igual nivel económico y desarrollo. Un estudio hecho por el Commonwealth Fund presenta una lista de once países desarrollados, entre los cuales EE UU ocupa el último lugar en cuatro de cinco categorías del sistema de salud. Estos países son, en orden descendente, Noruega, Países Bajos, Australia, Reino Unido, Alemania, Nueva Zelanda, Suecia, Francia, Suiza, Canadá y EE UU. Las cinco categorías del estudio destacan que este país tiene el desempeño más bajo en acceso al cuidado médico, eficiencia administrativa, equidad y resultados en el cuidado de la salud, aunque ocupa el segundo lugar en el proceso científico de diagnóstico y tratamiento (1). Con todo, hay que tener en cuenta que ese “diagnóstico y tratamiento” se ve confinado a la asequibilidad real a los servicios médicos de la que carecen millones de personas por falta de un seguro de salud público o privado, o una combinación de ambos, en un sistema que sigue siendo discriminatorio y excluyente.

De los países mencionados aquí, y muchos otros en el mundo, desarrollados o no, Estados Unidos es el único que no tiene una cobertura sanitaria universal, y en consecuencia, millones de personas carecen o tienen un acceso muy limitado a los servicios médicos. El sistema de salud del país es uno de los más complejos y enredados del mundo y millones quedan atrapados en la maraña, sin poder acceder a la atención médica que necesitan. A pesar de la ineficiencia de esta maquinaria devoradora de recursos, los poderes ejecutivo y legislativo han fallado una y otra vez en mostrar la voluntad para crear un modelo de salud justo socialmente y asequible a toda la población.

Según los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid, en la actualidad el gasto anual en atención médica por parte del gobierno asciende a 4,3 billones de dólares, lo que representa más del 18% del producto interno bruto del país. Sin embargo, este gasto es el resultado de una enorme burocracia y una distribución arbitraria y de privilegio en el acceso a la salud, como pudo verse en los años de la reciente pandemia en la que murieron más de un millón cien mil de personas, la cifra más alta del mundo, seguida por Brasil (más de 700 mil) e India (más de medio millón) (2).

Los servicios de salubridad, como tantas otras cosas en Estados Unidos, están marcados por profundas y sistémicas divisiones raciales, socioeconómicas y de origen nacional. Aunque no hay todavía estadísticas oficiales conclusivas que cubran desde el comienzo de la pandemia a principios de 2020 hasta el 11 de mayo de 2023, cuando el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) declaró el fin de la pandemia, los datos existentes revelan un número desproporcionadamente mayor de muertos por Covid-19 entre los afroestadounidenses, hispanos/latinos, asiáticoestadounidenses, poblaciones indígenas, nativos de Alaska, de Hawai y de isleños del Pacífico (3). La falta de eficiencia del sistema sanitario, junto a otras causas, incluídos los grupos negacionistas políticos y religiosos, que promovieron no vacunarse ni guardar medidas de protección, contribuyeron al desastre.

La experiencia funesta de la pandemia del Covid-19 solo puso en evidencia, una vez más, la necesidad de una transformación radical en la atención y el cuidado de la salud, en particular para los grupos discriminados. El Informe del Censo de los EE UU publicado en 2021, indica que el 18.8% de los indígenas del país y nativos de Alaska, no hispanos no tenían seguro médico (4). Así mismo, un reciente informe del Centro Nacional de Estadísticas de Salud, reveló que uno de cada cuatro hispanos adultos entre las edades de 18 a 64 años no tenía seguro médico en 2022, equivalente al 27.6% de la población latina censada en 2020.

Este es un porcentaje mucho mayor para el mismo período que el de personas sin seguro médico entre la población afroestadounidense no hispana adulta (13.3%), de los blancos no hispanos adultos (7.4%), o de los asiáticoestadounidenses no hispanos adultos (7.1%). El informe no incluye ni a los latinos menores de 18 años ni mayores de 64 años. Y aunque el título del informe indica una reducción del 18% de los no-asegurados, es claro que no representa un avance para la población latina, todavía una de las más desprotegidas (5), en parte por la falta de seguro médico, y por las dificultades para obtener cuidados preventivos, las barreras culturales y de idioma. El creciente número de nuevos inmigrantes y de personas indocumentadas (calculadas estas últimas en más de once millones), la mayor parte de ellas de países latinoamericanos, les hace más difícil obtener asistencia médica oportuna, de calidad y consistente.

Un aspecto fundamental del fracaso actual del sistema de salud radica en el desinterés del gobierno y de las instituciones para ver la atención a la salud como un componente inseparable de las políticas sociales y del bienestar de la sociedad en asuntos no directamente clínicos, como lo hace la mayoría de los países más avanzados en salud en el mundo. A pesar del enorme gasto en salud pública, en los Estados Unidos hay una permanente crisis de vivienda, educación, cuidado preventivo, sana alimentación y recreación, cuyo presupuesto federal y estatal se ve constantemente recortado e insuficiente. Aspectos como la aspiración casi imposible para muchos de tener una casa propia, o siquiera poder pagar los altos costos de renta de una casa o apartamento, se convierten en un problema de salud física y mental.

Los cientos de miles personas que viven en las calles y a la orilla de las autopistas de las grandes ciudades del país, son la evidencia de un fracaso políticosocial que desnuda las profundas desigualdades de la población, con un impacto visible en las condiciones de salud. Solamente en la ciudad de Los Ángeles, Calif., donde se concentra la mayor cantidad de personas sin techo en los Estados Unidos (un promedio de 75 mil en la actualidad), la policía reporta la muerte de al menos cinco personas cada día por diversas enfermedades no tratadas (6). Hombres y mujeres de todas las edades mueren abandonados, a menudo rodeados de personas en iguales condiciones, expuestas también a una muerte prematura.

Sumado a condiciones congénitas y crónicas, y múltiples factores como la pobreza, la falta de higiene y de ejercicio, y el consumo de comida genéticamente modificada, a que son forzadas millones de personas por el alto costo de comida más saludable y orgánica, la nación confronta una epidemia de problemas como la diabetes (que causa, entre otros males, un promedio de 150 mil amputaciones de pies al año), enfermedades coronarias y obesidad, por citar apenas algunas de las causas más frecuentes de muerte en el país.

La obesidad, en particular, constituye uno de los problemas de salud más alarmantes el día de hoy. La organización independiente Trust for America’s Health publicó recientemente un estudio que indica que desde 2004, cuando este grupo investigativo de salud pública comenzó a publicar sus reportes, las tasas de obesidad han aumentado hasta el punto actual en que un 42% de los adultos adolecen de esta grave condición. Los afroestadounidenses son los que tienen el índice más alto, con casi el 50%, seguidos por los latinos con 45.6%. Contrario a lo que podría pensarse, las comunidades en las zonas rurales tienen más problemas de obesidad que las que viven en las ciudades y pueblos pequeños (7).

De acuerdo al “Estudio de salud de los trabajadores agrícolas”, realizado por el Centro Comunitario y Laboral de la Universidad de California en Merced, y publicado este año, entre un tercio y la mitad de 1,200 trabajadores agrícolas latinos entrevistados en distintas partes del estado, padecen de enfermedades crónicas como diabetes e hipertensión. Una buena parte de los encuestados declaró tener sobrepeso u obesidad. Esta investigación académica, que la universidad considera la más grande jamás realizada en el país sobre la salud de los trabajadores agrícolas, revela que las condiciones descritas por los encuestados están directamente relacionadas a “determinantes sociales de la salud”, como “el estatus socioeconómico, la falta de acceso a atención primaria y cobertura de seguro médico, barreras culturales y lingüísticas, transporte, vivienda asequible, estatus legal y otros factores”. El estudio halló que “casi la mitad de los encuestados carecieron de seguro médico en algún momento (a la mayoría no se les ofreció cobertura de atención médica por parte de sus empleadores) y más de un tercio habían sido ingresados en un hospital o en una sala de emergencias” (8).

A diferencia de otros países, donde la asistencia de salud está vinculada con las más diversas políticas sociales para garantizar el bien general de la población, en los Estados Unidos la asistencia de salud es ante todo reactiva y no preventiva, porque es más lucrativo a todos los niveles brindar tratamiento cuando la persona está enferma. En ese sentido, tenía razón el periodista de televisión Walter Cronkite: “El sistema de salud médica de Estados Unidos no es ni saludable, ni solidario y ni siquiera es un sistema”. O para el caso, como dijo el ahora ex-senador Tom Harkin (D-Iowa), una de las voces prominentes a favor de la medicina integrativa (aquella que combina la medicina convencional con la medicina natural), en EE UU “no tenemos un sistema de cuidado de la salud; lo que tenemos  es un sistema de cuidado de los enfermos”; y esto último, como hemos visto, con decenas de millones de personas luchando para poder recibir dicho cuidado, aún cuando están enfermas.

Dado el énfasis en una asistencia médica reactiva, en las últimas décadas ha aumentado la realidad de que vivimos en una sociedad drogada que se mantiene a punta de analgésicos/opiodes para escapar del dolor, mientras no hay un énfasis suficiente, ni las provisiones necesarias, para modos de vida saludable. De esa manera contribuimos al desbordante crecimiento de los grandes laboratorios que se lucran con la venta multibillonaria de medicamentos que crean adicción y dependencia crónica, a problemas que quizás podrían ser tratados de maneras restaurativas naturales y homeopáticas.

Más ejercicio, mejor alimentación, que no signifique necesariamente alimentos más costosos, mejores hábitos de vida, mayor socialización, han estado siempre entre las recetas para una vida mejor. Aunque la expectativa de vida de los latinos bajó dramáticamente durante la pandemia del Covid-19, la llamada “paradoja hispana” ilustra el hecho de que pese a que muchos hispanos no tengan seguro médico y otras ventajas sociales, sí tienen una expectativa de vida mayor que los estadounidenses blancos y una tasa de mortalidad materna más baja. Parte de la explicación de esta “paradoja hispana” pueden radicar en mantener familias fuertes, multigeneracionales, redes de apoyo comunitario y comportamientos saludables.

Estos elementos positivos de la población hispana, que sirven como modelo al resto de la sociedad, no pueden de ninguna manera ser usados como una excusa o una justificación para que la población latina y demás comunidades racializadas no tengan un acceso adecuado, oportuno y de calidad en la atención primaria de servicios médicos profesionales, independientemente de su condición socioeconómica y estatus legal.

Ante un panorama que nunca ha sido optimista ni eficiente, ¿qué opciones hay entonces para mejorar el desastre nacional que es el sistema de salud de los EE UU, sobre todo para las comunidades racializadas del país? En primer lugar, la urgencia de crear un seguro médico universal, un sistema de salud pública que permita el acceso a toda la población, sin distingo de raza o etnicidad, ingreso económico, estatus legal o idioma. Como sostiene Aaron E. Carroll, director general de Salud de la Universidad de Indiana, “Lo que importa es la cobertura universal, y no cómo se proporciona esa cobertura, ya se trate de un sistema de Seguridad Social, de un modelo de pagador único modificado, de seguros regulados sin ánimo de lucro o planes de cuentas de ahorro médico”.

Y Caroll añade, “Tenemos todo tipo de planes de cobertura, desde Asuntos de los Veteranos a Medicare, y desde los intercambios de Obamacare a los seguros vinculados al puesto de trabajo, y, cuando se junta todo, no funciona bien. Son todos demasiado complicados e ineficientes, y no logran alcanzar el objetivo de la cobertura universal. Nuestra complejidad, y la ineficiencia administrativa que esta conlleva, nos está lastrando”(9).

Adicional a la urgencia de una cobertura médica universal, mencionada por Caroll y muchos otros especialistas en política sanitaria, el estudio del Commonwealth Fund, citado al comienzo de este artículo, señala otras tres características que tienen países con mayores logros de salud que los EE UU. Estos son, la priorización de atención primaria de modo tal que todas las comunidades poblacionales del país, sin distinción de raza ni origen étnico o nacional, tengan el mismo acceso a servicios de alta calidad. Al mismo tiempo disminuir la carga burocrática y administrativa que malgasta los fondos públicos y produce pérdida de tiempo y de esfuerzos. Finalmente, dichos países tienen una mayor inversión social, “especialmente para niños y adultos en edad de trabajar”.

La pregunta persistente es si el Congreso y el ejecutivo tendrán alguna vez en la historia presente o futura de este país el deseo de cambiar el enfoque esencialmente militarista (que devora una gran parte de los impuestos de los contribuyentes) y de priorización de la voracidad capitalista, que ve toda ocasión como una oportunidad para el enriquecimiento económico (el negocio de la salud), en cambio de poner los valores de la vida y la cultura como la meta primordial de la existencia del estado y de la sociedad en democracia. Amanecerá y veremos, decían nuestros abuelos, con una dosis de realismo escéptico.

Fuentes citadas:

1) “Mirror, Mirror 2021: Reflecting Poorly Health Care in the U.S. Compared to Other High-Income Countries”, por Eric C. Schneider, Arnav Shah, et.al. The Commonwealth Fund, 4 de agosto, 2021.

2) “Número de personas fallecidas a causa del coronavirus en el mundo a fecha de 8 de agosto de 2023, por país”. Statista, agosto 2023.

3) “Mayor desproporción de muertes de hombres y de personas hispanas, indígenas de las Américas y nativas de Alaska durante la pandemia”. United Estates Census Bureau, 22 de junio, 2023.

4) “La Oficina del Censo publica un nuevo informe sobre seguro médico por raza y origen hispano” United States Census Bureau, 22 de noviembre, 2022.

5) “U.S. Uninsured Rate Dropped 18% During Pandemic”. CDC, National Center for Health Statistics, May 16, 2023.

6) “Every Day, An Average Of Five Unhoused People Die In LA, Says The City Controller. And He Wants More Affordable Housing To Stop That”, por Ethan Ward. Laist, 18 de mayo, 2022. 

7) “State of Obesity 2023: Better Policies for a Healthier America Special Feature. 20-Year Report Anniversary Retrospective. Washington DC., Septiembre 21, 2023.

8) Farmworker Health in California 2022. Health in a Time of Contagion, Drought, and Climate Change. Community and Labor Center, UC Merced, 2022.

9) “El sistema de salud de EE. UU. está averiado. ¿Cómo podemos mejorarlo?”, por Aaron E. Carroll. The New York Times, 19 de junio de 2023.

(Publicado en HispanicLA, 27 de noviembre, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

La aberrante explotación laboral de niños migrantes en los Estados Unidos

Foto: Voz de América

Quién salvará a ese chiquillo
Menor que un grano de avena?
De dónde saldrá el martillo
Verdugo de esta cadena?

          —El niño yuntero, Miguel Hernández

 27 de septiembre, 2023. Se estima que solo desde el año 2021 hasta el presente más de 300 mil niños y niñas, la mayoría de ellos de países centroamericanos (sobre todo de Guatemala y Honduras), han entrado a los Estados Unidos por la frontera con México, sin un acompañante adulto y sin documentos. Y cada día siguen llegando más, como una marejada que arroja sus despojos en las extensas fronteras del desierto. Exponiendo su vida a todos los peligros imaginables atraviesan países dejando parientes atrás, esperando encontrar parientes, o una persona generosa que quizás los acoja a este lado de la frontera que conciben como un sueño idealizado, o al menos como un escape. Pero al cruzar la frontera se encuentran con una realidad hostil, más dura quizá que el largo camino para llegar aquí.

 Una porción de esos menores podrán reencontrarse con sus familiares después de permanecer en refugios que operan como cárceles provisionales. Otros serán puestos en manos de patrocinadores que se ofrecen a responder por ellos mientras resuelven su situación legal. Pero lo que constituye el verdadero drama a largo plazo es que miles de estos menores vendrán a ser parte de una creciente masa de niños y niñas que terminan siendo explotados en trabajos de agricultura, fábricas, hoteles, restaurantes, obras de construcción. Otros trabajarán en oficios menos visibles y tal vez peores, muchas veces gestionados por las mismas personas que se ofrecen a ser sus patrocinadores y custodios, y a los que las autoridades, en su urgencia de deshacerse de los menores, no les chequean adecuadamente sus antecedentes.

 El pasado 27 de julio, el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos (DOL) dio un vislumbre de ese panorama desolador. Según un reporte del DOL, desde el 1 de octubre de 2022 y hasta julio de este año, han encontrado a 4,474 migrantes menores de edad siendo explotados en 765 lugares de trabajo de distintos estados del país. La cifra representa un aumento del 44% en comparación con el año fiscal pasado (1), y un aumento del 83% desde 2015. Pero, como todas las estadísticas de migración, estos datos cambian continuamente y son apenas un porcentaje de una realidad mucho más trágica. El rastreo que hace el DOL y el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS), responsable de los niños migrantes, es difícil y complejo, no solo por el personal insuficiente, los trámites y el papeleo burocrático, sino porque los migrantes menores de edad, aún después de que han sido aceptados permanente o temporalmente en el país, suelen desaparecer de los radares institucionales y se convierten en presas fáciles y vulnerables a la explotación.

 Las autoridades y el personal de estas dos agencias federales debían haber sido las que denunciaran y tomaran acciones a tiempo contra estos atropellos. Sin embargo, fue la periodista Hannah Dreier, del The New York Times, quien hizo sonar las alarmas con una investigación a fondo que le tomó desde finales de 2022 hasta principios de este año. Dreier entrevistó a decenas de niños migrantes que estaban siendo explotados, y consultó con abogados, trabajadores sociales, maestros de escuela y oficiales del gobierno en 20 estados para crear un cuadro amplio de flagrantes violaciones a los derechos de los niños, que dio a conocer a finales de febrero pasado. La periodista ilustra el caso de adolescentes migrantes trabajando toda la noche en aserraderos donde cortan madera con grandes sierras; niños de 12 a 15 años haciendo labores pesadas de construcción; lavando ropa de cama de hoteles en horario nocturno; empacando cereales en medio de poleas y engranajes filosos donde pueden perder los dedos, como ha ocurrido; en fábricas con ruidos atronadores que les afectan la salud y les quitan el sueño; en jornadas de trabajo de doce  o más horas diarias (2).

 En otro artículo, publicado pocos días después, Dreier menciona entre los explotadores a compañías reconocidas como “Ben & Jerry’s, Fruit of the Loom, Ford, General Motors, J. Crew, Walmart, Whole Foods y Target”, y la enorme planta “Hearthside Food Solutions, una empresa que fabrica y envasa alimentos para otras marcas como General Mills, Frito-Lay y Quaker Oats” (3). Después de estos hallazgos, el conjunto de estas compañías ha recibido multas por cerca de 7 millones de dólares; una cifra irrisoria comparada con la gravedad del abuso laboral y el maltrato a que son sometidos estos menores.

 A nadie debe sorprenderle que la explotación y esclavitud laboral de menores de edad (definidos por las Naciones Unidas como niños y niñas de menos de 18 años) haya existido desde los orígenes de este país. Niños y niñas negros en las plantaciones de los colonos blancos eran forzados a trabajar junto con sus familiares adultos largas horas sin ningún pago ni oportunidades de ir a la escuela y con poco tiempo para el descanso. Lo mismo ocurrió con los niños de las poblaciones indígenas, cuyas tierras les fueron arrebatadas, y los sobrevivientes fueron sometidos a la esclavitud por los colonos.

 Fue solo hasta 1938 cuando se aprobó la llamada Fair Labor Standards Act (Ley de Normas Laborales Justas) en el marco del New Deal de F.D. Roosevelt, que buscaba, entre otras cosas, la abolición del “trabajo infantil opresivo”. En dicha ley se indica que “Ningún empleador usará mano de obra infantil opresiva en la producción de bienes para el comercio” (4). La ley especifica que los menores de 14 años no deben trabajar en gran parte de las industrias y limita el tiempo de trabajo a tres horas en los días de escuela hasta los 16 años, a la vez que prohibe el trabajo peligroso hasta los 18 años. Pero esta ley federal incluye una trampa (o un mico, como dicen en Colombia): no solo dejó por fuera la explotación de los niños y niñas en la agricultura, sino que su interpretación y aplicación a nivel estatal ha estado siempre acomodada al beneficio explotativo de las compañías agrícolas. Para agravar aún más el problema, el término “agricultura” está definido en esta ley como una actividad bastante abarcadora, que incluye no solo el cultivo del suelo, sino también la ganadería, crianza de aves y el empacado y envío de estos productos.

 La Federación Estadounidense de Maestros (AFT) ha denunciado que en la actualidad hay un promedio de 500 mil niños y niñas trabajando en la agricultura sin la protección del sistema legal, y en abierta violación a las leyes y acuerdos internacionales del tratamiento a menores de edad. Uno de los efectos a los que apunta la AFT es que la mayoría de estos niños no tiene la oportunidad siquiera de terminar la escuela secundaria. “Muchos”, dice la AFT, “comienzan a trabajar a edades tan tempranas como los 8 años, y las semanas de trabajo de 72 horas (más de 10 horas por día) no son infrecuentes” (5). No debería, por tanto, ser extraño, como apunta esta federación de educadores, que el día de hoy los niños migrantes sean la mayoría de los que trabajan en pesadas tareas en los campos, sin ninguna o muy escasa protección legal.

 El problema del trabajo infantil es una de las grandes y perpetuas pandemias en un país que de manera estructural privilegia el lucro por encima de la vida de los más desfavorecidos. Pese a que los Estados Unidos ha firmado la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, es el único país del mundo que se ha resistido a ratificarla, reservándose la libertad de establecer sus propias normas, que en la práctica solo han conducido a una mayor servidumbre y saqueo de los derechos de los niños migrantes, y también de los niños de grupos racializados y empobrecidos, entre los cuales el tráfico humano y toda clase de abusos son también elevados.

 Aunque el Departamento de Educación señala que todos los niños migrantes tienen el derecho a estudiar al menos hasta terminar la secundaria, y a que se les preste la atención debida para lograr esa meta, la realidad es que el sistema es deficiente para la cantidad de niños y niñas arribando al país. En cambio, el sistema funciona bien para que estos menores sean empujados a trabajar a edades muy tempranas, como lo muestran las investigaciones de las fuentes mencionadas y de otras organizaciones. Como consecuencia, el año pasado la Human Rights Watch (HRW), una de las principales agencias independientes de derechos humanos, le dio una calificación de “D” y “F” a 46 estados del país en términos de los estándares internacionales de protección de los niños en las áreas de trabajo infantil, castigos corporales, matrimonios de niños y abuso del sistema judicial. Solo cuatro estados restantes, Nueva Jersey, Ohio, Iowa y Minnesota obtuvieron una “C” (6).

 Según el Instituto de Política Económica (EPI), la cancelación en 2022 de la ayuda económica que implementó el presidente Biden (el crédito tributario por hijos menores en familias que calificaban para esta y otras ayudas durante la pandemia), hizo disparar el número de niños viviendo en la pobreza de 3.8 millones en 2021, a 9 millones en el 2022. Como dice el informe del EPI, los índices de “pobreza siguieron afectando a los niños afroestadounidenses, hispanos e indígenas de los Estados Unidos y los nativos de Alaska más del doble de lo que ha afectado a los niños de la población blanca” (7). A su vez, el mismo informe del EPI revela que, “El número de menores empleados en violación de las leyes sobre trabajo infantil aumentó un 37% en el último año y al menos 10 estados introdujeron o aprobaron leyes que revocaron las protecciones contra el trabajo infantil en los últimos dos años”. El resultado de esto es que más niños, incluyendo a los migrantes más recientes, seguirán engrosando el número de menores obligados a trabajar con mínima o ninguna protección legal. 

 La Organización Internacional del Trabajo, con el apoyo de la Asamblea General de las Naciones Unidas, lanzó hace dos años, en plena pandemia, la entusiasta campaña “2021, Año Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil”, con el propósito de crear conciencia y un esfuerzo concertado entre las naciones del mundo en la lucha por justicia social para los niños, y de modo particular para los más desprotegidos, entre los que están los niños migrantes solos. El hecho de que los Estados Unidos no haya ratificado hasta ahora la Convención de los Derechos del Niño, lo exime de estar obligado legalmente a sumarse a estos esfuerzos y lo mantiene en este, como en todos los demás asuntos de sus relaciones con el resto de las naciones, en esa esfera autónoma y supremacista en la que solo tiene que rendirse cuentas a sí mismo. Y los resultados hasta el presente no son necesariamente los mejores. 

Fuentes citadas:

1) “Department of Labor, Interagency Task Force announce recent actions to combat exploitative children labor with new partneship, innovative tactics, ramped up enforcement”. Department of Labor. News Release. 27 julio 2023.

2) “Solos y explotados, niños migrantes desempeñan trabajos crueles en EE. UU.”, por Hannah Drier. The New York Times, 25 febrero, 2023.

3) “El gobierno de Biden anuncia medidas enérgicas contra la explotación de menores migrantes”, por Hannah Dreier. The New York Times, 28 febrero 2023.

4) “The Fair Labor Standards Act Of 1938, As Amended”. U.S. Department of Labor Wage and Hour Division WH Publication 1318, Revised May 2011.

5) “Trabajo infantil en los Estados Unidos”. American Federation of Teachers. Consultado el 15 de septiembre, 2023.

6) “US States Fail to Protect Children’s Rights”. Human Rights Watch, September 13, 2022. 

7) “The end of key U.S. public assistance measures pushed millions of people into poverty in 2022”, por Ismael Cid-Martínez y Ben Ziperer. Economic Policy Institute, September 12, 2023.

(Publicado en HispanicLA, 28 septiembre 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

La mala jugada del racismo en los deportes en EE.UU.

Ezra Shaw/Getty Images

“He ganado una medalla de oro, pero no significó nada,

porque no tenía el color de piel adecuado”.

—Muhammad Alí, boxeador

14 de agosto, 2023. La imagen de un muñeco con la figura del jugador brasileño de fútbol Vinicius Junior atado al cuello y colgando de un puente de Madrid en mayo pasado conmovió no solo al mundo del deporte sino a una gran parte de la sociedad global. Los ataques racistas contra Vinicius, que juega en el Real Madrid, no son los primeros que enfrenta, ni es tampoco el único jugador afro que los padece. El racismo y xenofobia contra los deportistas negros y latinoamericanos en España es habitual. Pero la oprobiosa agresión contra Vinicius ha servido para desatar una ola de denuncias sobre situaciones semejantes que ocurren de manera sistémica, no solo de parte de las barras bravas de fans, sino también dentro de los clubes y organizaciones deportivas. Los ataques y la discriminación racial, por supuesto, no son nuevos ni privativos de España. Desde los origenes mismos de los deportes organizados han sido parte de la historia de Europa, y de otras partes del mundo, incluyendo de manera preponderante a los Estados Unidos, donde es un problema arraigado, extendido prácticamente a todos los deportes.

Pocos días después de la criminal acometida racista contra Vinicius, la tenista afroestadounidense Sloane Stephens, ganadora del US Open en 2017, señaló que toda su vida ha tenido que afrontar ataques racistas contra ella. Stephens, como centenares de otros deportistas de grupos racializados, son objeto de acoso cada vez peores en las redes sociales. A pesar de que los administradores de las redes han creado programas para tratar de bloquear estas agresiones, la tenista observa que los atacantes encuentran formas de burlar dichos controles (1). Serena Williams, quien junto con su hermana Venus son las jugadoras de más alto perfil en el tenis profesional de los EE. UU., también ha denunciado los ataques racistas y la discriminación que junto a su hermana han enfrentado antes y después de ser famosas. En la edición británica de la revista Vogue indicó que como mujer negra “ha sido mal pagada [e] infravalorada”.

Williams ha sido sometida a más pruebas de drogas previas a los juegos que ninguna de sus contrapartes blancas; sus danzas de celebración han sido catalogadas como parte de la cultura de las pandillas; y cuando reclama por errores en su contra en el arbitraje se le cataloga como “una mujer negra airada”. Serena dice que en toda su carrera se le ha pagado consistentemente menos que a sus pares hombres o tenistas blancas y ha sido tratada por estándares diferentes y excluyentes, al punto de que las numerosas llamadas negativas de los jueces cuando jugaba una de las dos hermanas fue decisivo para crear la norma de revisión de jugadas en video de la Asociación de Tenis de los EE. UU. Serena, como su hermana Venus, eventualmente se hicieron activistas contra el racismo en los deportes y manifiestan su orgullo de representar “a las hermosas mujeres negras del mundo” (2).

Un caso reciente de gran resonancia mediática fue el de Brian Francisco Flores, afrolatino de padres hondureños nacido en Brooklyn, NY, entrenador en jefe del equipo de fútbol americano Miami Dolphins de 2019 a 2021. Flores llevó a su equipo a temporadas ganadoras en sus dos últimos años como entrenador, a pesar de que no logró remontar al equipo hasta una final. Poco después de ser despedido, en febrero de 2022, Flores presentó una demanda ante el Tribunal del Distrito Sur de Nueva York contra la NFL, los Denver Broncos, los Giants de New York y los Dolphins, acusándolos de discriminación racial. Flores indicó que según un mensaje de texto que le envió por error Bill Belichick, entrenador de los New England Patriots, y de reportes de prensa, los Giants de New York habían decidido de antemano contratar al canadiense-estadounidense Brian Daboll, antes que a un candidato minoritario como él. Flores apuntaba al incumplimiento de la Regla Rooney de la NFL que exige, si no igualdad, al menos oportunidades a candidatos minoritarios de ser entrevistados para una posible (aunque poco probable) contratación en posiciones gerenciales o de liderazgo en el campo de juego o en la administración.

 Según Flores, los Giants ya habían decidido contratar a Daboll el 23 de enero, cuatro días antes de  la entrevista de trabajo que tenían programada con él. En la misma demanda, Flores alega que John Elway, gerente de los Denver Broncos, realizó una entrevista falsa con él, en la cual no había ningún interés real de contratarlo. Flores acusó asimismo al propietario de los Dolphins, Stephen Ross, de ofrecerle 100 mil dólares por cada juego que perdiera el equipo, a fin de darle mejores posibilidades de draft (proceso de selección de nuevos jugadores provenientes de las ligas de fútbol americano universitario) para la temporada siguiente. Según Flores, fue despedido como entrenador por negarse a las exigencias de Ross. La demanda exige no solo reparaciones personales sino también cambios de fondo en los métodos de contratación, retención de jugadores y personal administrativo, procesos de despido y justicia en los salarios de los empleados en todos los niveles. Dos afroestadounidenses, Steve Wilks, ex-entrenador en jefe de los Arizona Cardinals y Ray Horton, asistente de la NFL, se unieron a Flores en la demanda. En marzo pasado, la jueza afroestadounidense Valerie E. Caproni, concedió la demanda a través de arbitraje. El juicio está todavía pendiente de llevarse a cabo.

Flores, como otros jugadores y personal administrativo de la NFL han denunciado que las leyes de contratación de minorías son una mascarada. La Regla Rooney, aprobada por la NFL en 2003 requería que cada equipo con una vacante de entrenador en jefe entrevistara al menos a uno o más candidatos de grupos minoritarios antes de hacer una nueva contratación. La regla fue modificada en 2009 para incluir la contratación de gerentes generales y otras posiciones de poder, requiriendo que cada equipo entrevistara al menos dos candidatos externos de minorías raciales. En 2020, los dueños de equipos aprobaron una propuesta para recompensar a los equipos que ayudaran a desarrollar talentos entre las minorías para ser gerentes generales o entrenadores en jefe a través de la liga (3). Sin embargo, hasta el día de hoy el número de entrenadores en jefe, directivos de clubes o gerentes afroestadounidenses, latinos, asiáticos o de otros grupos, siguen siendo casi inexistentes. 

Aunque el 70% de los jugadores actuales de la NFL pertenecen a minorías, sobre todo afros y afrolatinos, el 100% de los dueños de los clubes deportivos y más del 98% de los directivos y administradores son hombres blancos. Y a menudo, estos hombres multibillonarios son también dueños de otros clubes deportivos, como en el caso de Stan Kroenke, que además de ser dueño de Los Ángeles Rams de la NFL (fútbol americano) es propietario del Arsenal de la Premier League de Inglaterra (balompié), del Colorado Avalanche de la NHL (hockey) y de los Denver Nuggets de la NBA (baloncesto). Y la lista es extensa, según lo presenta un reporte de este año de la revista Forbes (4).

En el libro Baloncesto y racismo: una historia indisociable, escrito por el sociólogo español Pablo Muñoz Rojo, y publicado en enero de este año, el autor traza una historia reveladora de las prácticas racistas de la NBA (la asociación nacional masculina de baloncesto de los Estados Unidos) y la WNBA (la asociación nacional femenina de baloncesto). Además del recuento de casos de abierta discriminación racial contra jugadores, hombres y mujeres negros, Muñoz describe el sistema instituído en los Estados Unidos por medio del cual los jugadores que serán seleccionados para cada una de las dos ligas mayores deben primero pertenecer al equipo de baloncesto de su respectiva universidad. En los años en que compiten con otras universidades no reciben ningún salario, pese a que sus universidades venden las entradas a los partidos y producen y venden mercancías que les representan millones de dólares en ganancias. La inmensa mayoría de los estudiantes que juegan en estos equipos de baloncesto universitario son afroestadounidenses, que de esa manera son explotados física y económicamente para el entretenimiento de multitudes.

De acuerdo a Muñoz, en el pasado los candidatos seleccionados por la NFL podían ser jugadores que daban el salto de la escuela secundaria a la liga profesional. Sin embargo, desde hace tiempo se les exige pasar al menos un año como jugadores amateurs en una universidad. “Con ese formato”, dice Muñoz, “las universidades se pelean por conseguir que los mejores jugadores de todos los institutos del país las elijan.  Ofrecen becas y minutos de juego, y venden triunfo, futuro y esperanza. Estos jugadores, que no pueden recibir remuneración por parte de las universidades al no ser una liga profesional, pasan a ser una suerte de obra gratuita”. Muñoz cita a Stan Van Gundy, ex-entrenador de los Detroit Pistons: “La gente que estuvo en contra de que los jugadores llegaran directamente desde el instituto inventó muchas excusas, pero en gran parte fue por racismo. Nunca he visto a nadie levantarse a protestar sobre las ligas menores de béisbol o hockey. Allí no gana muchísimo dinero y suelen ser chicos blancos, así que nadie tienen ningún problema. Pero de repente tienen a un chico negro que quiere salir del instituto y ganar millones y eso sí es una mala decisión. Mientras, saltarse la universidad para ganar 800 dólares al mes en una liga menor de béisbol es una buena decisión. Qué narices está pasando” (5).

El profesor, ministro bautista y escritor Michael Eric Dyson, publicó hace menos de dos años Entertaining Race. Performing Blackness in America, uno de los análisis más lúcidos y devastadores sobre las relaciones de la mayoría blanca estadounidense con la comunidad afro del país. En línea con el análisis de Pablo Muñoz Rojo, Dyson destaca que uno de los roles racistas asignados por la hegemonía blanca a los afroestadounidenses es el del entretenimiento. “Los negros”, señala Dyson, “fueron considerados como malos en la ciencia y la sociedad, mucho mejores en el canto y el baile, aunque de un carácter crudo e incivilizado, y mejores en los deportes y el sexo debido a que estas actividades demandaban poca motivación más allá del ejercicio de los músculos y la pasión”.

Dyson añade: “El estereotipo de que los negros en particular han nacido para cantar y bailar [y para los deportes] niega nuestra inteligencia creativa y alimenta el mito de que los negros y los blancos son inherentemente diferentes. Estos prejuicios hacen más fácil descartar la seriedad del arte negro y reduce a la población negra a la categoría de una raza para el entretenimiento ante los ojos y los oídos de los blancos. La comunidad negra se convierte así en una raza para el entretenimiento —en los barcos de esclavos, en las plantaciones donde los amos competían por tener a los actores más dotados y, más tarde, en libertad, cuando el entretenimiento negro ofrecía a los artistas negros una medida de independencia y recompensa financiera mientras su desempeño artístico era codiciado y explotado por el mundo blanco” (6).

En el siglo 20, y sobre todo a partir de su segunda mitad y hasta el día de hoy, las grandes asociaciones del deporte profesionalizado, han convertido también la participación de deportistas afroestadounidenses y otros grupos racializados en un enorme y lucrativo negocio del capitalismo racial. Es evidente que solo una absoluta minoría de jugadores negros llegan a adquirir una gran riqueza como resultado de su actividad deportiva; otro tanto ocurre en el mundo de la música, y en menor proporción en el cine, la televisión y las artes plásticas y escénicas. Pero sin duda, la desproporción más importante se da en el hecho de que, como se ha destacado, la práctica totalidad de los dueños de clubes deportivos, sus gerentes y personal en posiciones de poder son hombres blancos en todos los deportes organizados y lucrativos.

Por supuesto, como en todas las luchas contra el racismo y la discriminación en los Estados Unidos, los que han padecido y siguen padeciendo el racismo en el deporte han presentado una lucha y resistencia valerosa en una nación imperial. En décadas recientes recordamos al boxeador Muhammad Alí, quien se negó a ir a la guerra de Vietnam, alegando que los vietnamitas nunca lo había tratado de “negro de m…”, ni le habían hecho ningún daño. O el jugador de fútbol americano Bill Russell y sus compañeros negros de los Boston Celtics a quienes se les impidió cenar en un restaurante en Kentucky en 1961, y en su lugar decidieron boicotear el partido de esa noche no saliendo a la cancha. O la protesta internacional de los afroestadounidenses Tommie Smith y John Carlos en los Juegos Olímpicos en Ciudad de México en 1968, donde levantaron sus puños al aire para protestar contra el racismo en los Estados Unidos. O Colin Kaepernick y Eric Reid de los San Francisco 49ers, quienes fueron los primeros entre muchos otros afroestadounidenses en hincar la rodilla cada vez que sonaba el himno nacional previo a un juego para manifestar su oposición a las muertes y la brutalidad policial contra la población negra en el país. Este gesto les valió agresivos ataques verbales de Donald Trump. La serie documental Colin en blanco y negro, transmitida en Netflix, es una de las más contundentes que pueden verse sobre el racismo histórico y actual.

O los jugadores afroestadounidenses y latinos de la Major League Soccer, MLS, quienes previo a un juego en Orlando en julio de 2020 levantaron sus puños para expresar su solidaridad en contra del racismo en los deportes y en la sociedad norteamericana en general. O los jugadores afroestadounidenses de los Milwaukee Buck de la NBA que rehusaron jugar los playoffs en agosto de 2020 por el asesinato de Jacob Black a manos de la policía. En los días siguientes otros jugadores negros de otros equipos de la NBA tampoco salieron a jugar, siendo imitados de inmediato por jugadores de tenis, hockey sobre hielo, fútbol y béisbol. La demanda contra la NFL del hondureño afrolatino Brian Francisco Flores, mencionada anteriormente, es una de las más recientes reacciones públicas contra el racismo deportivo.

Como todas las batallas contra el racismo, la discriminación, la brutalidad policial y el ninguneo contra las minorías deportivas está lejos de estar disminuyendo. Desde siempre, el racismo sistémico se camufla aquí y allá bajo diferentes ropajes, que van desde la negación y la justificación, hasta las actitudes de condescendencia y fingida solidaridad que busca aquietar las aguas cada vez que estas se agitan para que todo siga igual. Un grupo creciente de deportistas minoritarios son conscientes del problema. Un problema que no se limita a un país como España, donde se agrede a deportistas como Vinicius Junior. Un problema de primer orden en un país como Estados Unidos que apunta con su dedo acusador a otras naciones mientras mantiene a sus minorías deportivas en un estatus de segunda clase, o como razas para su entretenimiento.

Fuentes citadas:

1) “Sloane Stephens says racist abuse of athletes is getting worse”. Reuters, 29 de mayo, 2023.

2) “Serena Williams On ‘Being The Voice That Millions Of People Don’t Have’”, por Olivia Singer. British Vogue, 4 noviembre, 2020.

3) “The Rooney Rule”. Football Operations. National Football League, NFL. Consultado el 4 de agosto, 2023.

4) “The World’s Most Valuable Sports Empires 2023”, por Mike Ozanian, Forbes. Jan. 24, 2023.

5) Baloncesto y racismo. Una historia indisociable, por Pablo Muñoz Rojo, enero 2023.

6) Entertaining Race: Performing Blackness in America, por Michael Eric Dyson, 2021.

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Latinos en Hollywood: Una discriminación de película

29 junio, 2023. Digamos la verdad. A los grandes estudios de cine de Hollywood les importa muy poco no tener representación de directores, productores, cinefotógrafos, guionistas y actores latinos. Una de las razones de fondo es simplemente porque la industria estadounidense del cine fue creada como un medio para promover la creatividad, el arte y la perspectiva étnica, cultural e histórica angloestadounidense como la norma de esta nación: “los verdaderos americanos”. Y en sus poco más de 110 años de historia se ha resistido tenazmente a tener una política de inclusión hacia cualquier otro grupo poblacional del país.

Comunidades como los afroestadounidenses, latinos, asiáticos, indígenas, han permanecido prácticamente invisibles en los roles protagónicos. Han sido utilizadas, eso sí, para labores logísticas en el enorme tinglado de la producción cinematográfica. Y cuando son visibles como actores en la pantalla, casi siempre lo son de una manera estereotipada, sin el más mínimo interés de acercarse a la complejidad, creatividad y diversidad de sus historias y experiencias. Por lo regular se les ha caracterizado como sirvientes, criminales, gente poco educada, pobres e ignorantes. Siempre racializadas. Siempre inexistentes en los escenarios dominantes de la sociedad norteamericana, que todavía se percibe como esencialmente anglosajona y centroeuropea a la hora de recrear su propia imagen. Y en el caso particular de los latinos, arquetípicamente representados como eternos inmigrantes, forasteros que han cruzado una frontera denigrada. Una presencia siempre sospechosa, incómoda y ajena a la historia nuclear de la nación.

Para completar el cuadro, los dueños y directivos de la industria del cine descansan cómodos en la certeza de que estas comunidades racializadas y etnizadas son audiencias cautivas. Aunque no se vean representadas ni con mínima justicia en las películas, de todos modos van al cine, o consumen las películas y series de los grandes estudios en el creciente número de plataformas de transmisión en línea. Sin embargo, según el Informe sobre Diversidad en Hollywood 2023, escrito por Ana-Christina Ramón, Michael Tran, and Darnell Hunt, de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), esta tendencia está cambiando, y los años más recientes demuestran que en Estados Unidos las “audiencias cada vez más diversas prefieren también un contenido cinematográfico más diverso y representativo tanto en las salas de cine como en las plataformas digitales” (1).

Por supuesto, como suele ocurrir en otros campos de la vida de este país (en la música, los deportes, la política, el arte, la literatura, la academia, las ciencias, los negocios) también hay una presencia selectiva y esporádica del talento latino en la industria del cine. Con todo, si la comparamos con la lista de nombres no latinos, famosos o no, la desproporción es enorme y muestra de manera descarnada su condición marginal. Aún aquellos latinos que han logrado descollar en Hollywood cuentan sus historias personales de discriminación, prejuicio y ninguneo, contra las que tienen que seguir luchando, aún después de que su trabajo artístico y creativo ha producido y sigue produciendo millones de dólares de ganancia a los grandes estudios.

El Informe de UCLA, mencionado anteriormente, cuyo concepto de “diversidad” no se limita a la identidad étnica o racial, sino también a aspectos como edad, orientación sexual y religión, indica que solo 2.2 de cada 10 actores en el rol principal en las 200 películas proyectadas en salas de cine y 100 transmitidas en plataformas digitales en 2022 pertenecían a minorías. Para las películas presentadas en cines, el 78.4% fueron actores blancos, 8% afroestadounidenses, 2.3% latinos, 2.3% asiáticos y 9.1% multiétnicos/multirraciales. Entretanto, en las películas transmitidas en línea, 66.7% fueron blancos, 13.1% afroestadounidenses, 6.1% latinos, 2% asiáticos, 11.1% multiétnicos/multirraciales, y 1% del Medio Oriente y Norte de África.

La presencia total de latinos, hombres y mujeres, en diversos personajes, fue de solo el 5% en películas en salas de cine y de 6.6% en las plataformas digitales. A su vez, los directores blancos fueron el 83.1%, afroestadounidenses 5.6%, latinos 1.1%, asiáticos 5.6% y los directores multiétnicos/multirraciales el 4.5%. Las estadísticas continúan en el mismo tenor, o aún peor, en las distintas categorías de diversidad que analiza el estudio de UCLA, incluyendo los guionistas latinos con solo 1.1% para películas en salas de cine, y el 4% en películas en plataformas digitales.

Otro informe revelador fue el realizado por las investigadoras Ariana Case, Zoily Mercado y Karla Hernández, de la Universidad del Sur de California (USC) y publicado en septiembre de 2021, donde se destaca la enorme ausencia de actores, directores, productores, directores de reparto y de guionistas hispanos/latinos en un total de 1,300 películas populares en inglés proyectadas entre 2007 y 2019. Entre las estadísticas se menciona que de un total de 51,158 personajes, solo un 5% eran hispanos/latinos. Del total de las 1,300 películas solo un 3.5% tuvo un hispano/latino como protagonista o coprotagonista, de los cuales 26 fueron mujeres menores de 45 años y solo 3 mayores de esa edad (2). Muy a menudo también, actores de origen hispano/latino no necesariamente actúan en papeles que tengan que ver con la cultura latina, o en los cuales tuviera alguna importancia el origen étnico de los personajes que encarnaban.

Hastiados de esta discriminación histórica, hace poco más de dos años 270 productores, guionistas, creadores y escritores de programas y series de cine y televisión latinos, levantaron su voz de protesta contra los grandes estudios de cine y televisión estadounidenses a través de una carta abierta titulada “Querido Hollywood”. La carta-manifiesto, que fue publicada en diversos medios del país en octubre de 2020, indicaba: “[E]stamos indignados por la continua falta de representación latina en nuestra industria, especialmente entre los miembros negros e indígenas de nuestra comunidad. Nuestras historias son importantes y nuestra eliminación en pantalla contribuye al prejuicio persistente que impide un cambio real en este país. […]

“Al negarse a contar nuestras historias y al negarse a ponernos a cargo de contarlas”, añade la carta, “los poderosos agentes de Hollywood son cómplices de nuestra exclusión. Estamos cansados ​​de que los proyectos latinos se desarrollen sin un escritor, director o productor latino adjunto. Nos negamos a ser filtrados por una perspectiva blanca. Estamos cansados ​​de escuchar ‘no pudimos encontrar ningún escritor latino para contratar’. […] Estamos cansados ​​de que nos pinten con el mismo pincel. Estamos compuestos por una variedad de orígenes y etnias. Estamos cansados ​​de historias que solo tratan sobre nuestro trauma. Contamos con multitudes”.

Los firmantes hacen un total de cinco demandas: “1. No hay historias sobre nosotros sin nosotros (Póngannos en posiciones de poder. ¿No saben cómo encontrarnos? Comuníquense con la WGA, el sindicato de guionistas). 2. Den luz verde a nuestros proyectos (Solo un puñado de pilotos de escritores latinos se compran cada año, y la mayoría de ellos nunca se producen). 3. Representen todos los aspectos de nuestra vida y cultura (Asegúrense de que los proyectos que aprueben reflejen la diversidad de nuestra población. Somos una diáspora de más de 20 países diferentes. Somos más que latinos blancos y mestizos. Somos negros e indígenas. Somos LGTB. Somos indocumentados. Hay discapacitados. Tenemos diferentes antecedentes religiosos y creencias espirituales, somos más que nuestro trauma. Escribimos historias de alegría, historias de origen, historias de género, historias para niños y mucho más. Exigimos ser vistos y escuchados en nuestra totalidad).

 “4. Acaben con los niveles estancados (Nuestro talento se desperdicia durante años en los rangos inferiores, lo que nos impide ocupar puestos de showrunners. En lugar de frenarnos, inviertan en nuestro crecimiento). 5. Contrátennos para proyectos que no sean latinos (Somos capaces de escribir más historias aparte de las de identidad. De hecho, nuestras historias también son historias estadounidenses, historias de resiliencia, de liberación, de esperanza. Historias de dueños de negocios que persiguen el sueño americano, niñas pequeñas que algún día serán presidentas o trabajarán para la NASA, veteranos de guerra, enfermeras, artistas musicales y amantes de la moda)” (3).

Pero el gremio latino de creadores, actores, productores y artistas del cine no se han limitado a expresar su rechazo y demandas contra las políticas racistas y discriminatorias de Hollywood.  Durante décadas, numerosos artistas y creadores latinos en la industria del cine han luchado, casi siempre con escasos recursos, para crear sus propios estudios cinematográficos y canales de distribución y transmisión. Este sector forma parte del llamado cine independiente que ofrece una vía para presentar sin filtros ni imposiciones externas las historias de la comunidad hispana/latina de los Estados Unidos, a la vez que facilita la entrada a este país a producciones de América Latina y España. Plataformas digitales como Netflix, Hulu, HBO Max, Amazon Prime Video, y más recientemente Peacock, también están creando oportunidades novedosas para la expansión del cine en español, con actores y talentos predominantemente latinos. La incorporación del cine latinoamericano y español a estas plataformas digitales ha representado un salto cuantitativo (y cualitativo) a la presencia del cine latino en inglés, español y otros idiomas, y su acceso a las audiencias más diversas de los Estados Unidos.

Entre las agrupaciones latinas de la industria del cine en los Estados Unidos están la Asociación Nacional de Productores Independientes Latinos (NALIP), o el Latino Filmmakers Network, que trabajan en promover la representación y la creación fílmica y actoral latina en la industria del cine en los EE.UU. NALIP es también organizador del Latino Media Fest y de la Iniciativa para la Inclusión de Creadores Emergentes de Contenido. Entre los festivales de cine latino que se realizan en distintas ciudades del país y que presentan documentales, largometrajes y cortometrajes producidos por latinos en los EE.UU., América Latina y España, están el Festival de Cine Latino de Chicago; el Festival de Cine Latino de Los Ángeles (LALIFF); el Festival de Cine Latino de San Diego; el Festival de Cine Latino de Houston; el Sunscreen Film Festival en St. Petersburg, Florida; el Tulipanes Latino Art & Film Festival en Holland, Michigan, el Latin Beat en Nueva York; el CineSol Film Festival de Harlingen y McAllen, Texas; el Palm Springs International Film Festival en California; el Santa Barbara Film Festival, en North Carolina; y el Festival de Cine Latino de Seattle, entre otros.

Con estas iniciativas incansables, cabría preguntarse si los actores, directores, escritores productores y profesionales latinos en la industria del cine en los Estados Unidos deben buscar la inclusión en el mundo de los grandes estudios de Hollywood. Esas compañías ya tan familiares que vemos en los créditos de incontables películas como Columbia Pictures, Walt Disney Pictures, Paramount Pictures, Legendary Entertainment, 20th Century Studios, Universal Pictures Hollywood, Marvel Studios, Warner Bros, RatPac-Dune Entertainment y Relativity Media, que hacen la lista actual de los diez estudios de cine con mayores ingresos de los EE.UU.

La respuesta es sí, sobre todo cuando se trata de tener acceso a los millonarios recursos de financiación que requieren proyectos de alto costo, y de los poderosos medios de distribución nacional e internacional que tienen dichos estudios para alcanzar audiencias globales. Estos estudios se han beneficiado económicamente y se siguen beneficiando de un público latino e hispanohablante estadounidense y mundial. Y la razón esencial para que continúe la clase de control de qué producir y distribuir está fundamentada en una política excluyente del grupo dominante sobre los demás.

No hay duda de que los cambios se están produciendo, no porque los estudios de Hollywood estén inclinados a la inclusividad, sino por la presión que ejerce, entre otras cosas, el surgimiento de las plataformas digitales de cine, que tienen un alcance internacional inmediato. El enrocamiento supremacista de Hollywood, que sigue privilegiando torpemente a la comunidad blanca no latina, es solo una manifestación más de que el racismo en la sociedad norteamericana es sistémico y no meramente un problema aislado. En medio de esa pugna, la creatividad, el arte y el genio colectivo e individual latinos seguirán buscando vías para que la riqueza y complejidad de sus historias lleguen al gran público.

Fuentes citadas:

1) Hollywood Diversity. Report 2023. Exclusivity in Progress. Part 1: Film. UCLA Entertainment & Media Research Initiative, por Ana-Christina Ramón, Michael Tran, and Darnell Hunt. UCLA College of Social Sciences. Institute for Research on Labor & Employment, 29 marzo, 2023.

2) Hispanic and Latino Representation in Film: Erasure On Screen & Behind the Camera Across 1,300 Popular Movies, por Ariana Case, Zoily Mercado & Karla Hernandez.  USC Annenberg Inclusion Initiative. Septiembre, 2021.

3) LA Letter. Dear Hollywood. Firmado por 270 artistas. Untitled Latin Project. Los Àngeles, CA, 15 de octubre, 2020.

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

El ataque inacabable contra la comunidad asiática en los EE.UU.

Foto: Eric Thayer. Getty Images 2023

... sigo

ciegamente, buscando una vida con la vida en el centro,

buscando una vida con claridad afilada como el cuchillo de un santo

en el centro. Partir la madera, dijo el profeta

en el evangelio perdido. Levanta la piedra. Allí me encontrarán.

—Brynn Saito, poeta japonés-estadounidense, preso en uno de los campos de concentración para japoneses creado por el gobierno estadounidense en suelo norteamericano entre 1942 y 1946

24 mayo 2023. Para todos es sabido que la comunidad asiática de los Estados Unidos ha estado bajo crecientes ataques en este país desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia del Covid-19 el 11 de marzo de 2020. La crisis sanitaria le sirvió al presidente de entonces como una perversa herramienta política para promover, una vez más, el odio contra China, que por extensión se convirtió, en las mentes racistas y xenofóbicas, en una ocasión para agredir física y verbalmente a toda la población asiática. Una población que hoy asciende a más de veinte millones de personas, representando el 6 porciento de la población de los EE UU y procedente de los países asiáticos continentales y de las Islas del Pacífico Sur.

De acuerdo a STOP AAIP HATE (Alto al Odio contra los Asiáticos y los Isleños del Pacífico), una coalición de organizaciones por los derechos civiles que surgió a raíz de dichos ataques, la comunidad asiática ha sido objeto de violencia a través de la historia de los EE UU, al menos por dos prejuicios racistas iniciales: el primero de ellos, caracterizado peyorativamente como el “peligro amarillo”, señala que los asiáticos son una amenaza para la existencia misma de la civilización occidental; y segundo, la percepción de los asiáticos como “extranjeros perpetuos”, que no se integran ni pertenecen a la cultura dominante de los Estados Unidos. (1). Además de esta propaganda discriminatoria, STOP AAIP HATE encuentra otras dos acusaciones persistentes contra la comunidad asiática. Una que alega que los asiáticos y los asiático-estadounidenses son espías del Partido Comunista de China, y otra que les señala como culpables de robar los trabajos a los “verdaderos” estadounidenses. La pandemia del Covid-19, vino a añadir a esta campaña de acusaciones el estigma de que los chinos fueron los culpables de esparcir el virus en los Estados Unidos.

 Coincidiendo este mes de mayo con la celebración de la Herencia Asiática-Estadounidense y de los Isleños del Pacífico, STOP AAPI HATE  dio a conocer los resultados de una encuesta nacional que comisionó al grupo independiente no partidista NORC de la Universidad de Chicago. Los resultados de la encuesta, la más extensa y representativa de su clase hecha hasta el momento en los EE UU sobre los asiático-estadounidenses y los isleños del Pacífico, revela un panorama devastador. Entre algunos de los datos más destacados muestra que el 49 porciento de los asiático-estadounidenses e isleños del Pacífico enfrentan agresiones y rechazo en todo tipo de actividades públicas. Desde hacer compras en los supermercados, hasta viajar en el metro y los buses, o cuando van a los restaurantes. El maltrato y el acoso se evidencian también en los lugares de trabajo, en la escuela, a la hora de querer rentar o comprar vivienda, cuando hacen diligencias en las oficinas del gobierno y en el trato con la policía, por citar solo algunas.

 La encuesta disecciona el enorme impacto que este bullying tiene en la salud mental y el bienestar de la comunidad asiática. El 50 porciento de ellos y ellas reportan sentirse tristes, estresados, ansiosos o deprimidos por causa de estas experiencias. El 45 porciento dice que este asedio racial ha afectado negativamente su sentido de pertenencia a su escuela, lugar de trabajo o a la comunidad. Casi un 31 porciento se ha visto forzado a cambiar de escuela, de trabajo, o lugares que frecuenta.

Un patrón consistente es que pese a que una buena parte de las personas que son agredidas saben que se está cometiendo una acción ilegal contra ellas, deciden no presentar ninguna denuncia a las autoridades. Quienes lo hacen a través de una llamada o una visita a una estación de policía, encuentran que el proceso de radicar una denuncia es difícil, y a menudo concluyen que todo va a seguir igual. Por otra parte, el estudio muestra que una mayoría del 57 porciento confía en las organizaciones comunitarias de defensa y de lucha por los derechos civiles, y el número más grande de encuestados, un 67 porciento, afirma que se necesitan nuevas leyes para proteger no solo a la comunidad asiática y a los isleños del Pacífico, sino también a otras comunidades racializadas como los afroestadounidenses y los latinos (2).

Los ataques contra las comunidades asiáticas e isleñas del Pacífico (que comprenden Melanesia, Micronesia y Polinesia) no son en absoluto nuevos en la historia de los Estados Unidos. Desde la llegada en tiempos modernos de los primeros inmigrantes chinos en la segunda década del siglo 19 enfrentaron un duro racismo por parte de los anglo-estadounidenses, quienes los etiquetaron desde el principio como un peligro para los Estados Unidos. Era el tiempo cuando los Estados Unidos avanzaba en la conquista violenta y militar del noroeste de México, y en particular del estado mexicano de la Alta California. La migración china, y eventualmente de otros países asiáticos, se produce y se incrementa en el contexto de la fiebre del oro, que atrajo no solo a anglo-estadounidenses, sino también a gente de distintas partes del mundo, incluyendo países de Europa y de América Latina.

Los asiáticos fueron uno de los grupos que más experimentaron el racismo, la violencia y la xenofobia. Eran obligados a realizar los trabajos de mayor servidumbre y con salarios más bajos, a la vez que eran saqueados y asesinados, sin que nadie pudiera reclamar esas muertes.  En el célebre juicio The People v. Hall (El Pueblo contra Hall) en 1854, la Corte Suprema de Justicia de California determinó que el testimonio de un chino que presenció el asesinato cometido por un hombre blanco no era admisible. ¿La razón? La Corte señaló que “[los chinos son] una raza a quienes la naturaleza ha marcado como inferiores y son incapaces de progresar o desarrollarse intelectualmente más allá de cierto punto, como lo ha demostrado su historia; difieren en lenguaje, opiniones, color y conformación física; entre quienes y nosotros la naturaleza ha puesto una diferencia infranqueable”. La Ley 399 de Práctica Civil de California, Sección 394, estipuló que los términos “indio, blanco y negro, son términos genéricos, que designan raza. Que, por lo tanto, los chinos y todas las demás personas que no sean blancas, están incluidas en la prohibición de ser testigos contra los blancos” (3). La ley implicaba que una persona blanca podía evitar el castigo o cárcel por delitos (incluido el asesinato) cometidos contra asiáticos o cualquier otra persona que no fuera considerada blanca.

A pesar de esta opresión diaria, la creciente comunidad china fue fundamental en diversas áreas en el desarrollo de California y del país en general. La fuerza, creatividad y conocimiento chinos fueron decisivos para convertir a California en la principal zona vinícola del país y en la construcción del ferrocarril transcontinental. En su libro Beasts of the Field, Richard Steven Street, describe que fueron los migrantes chinos quienes plantaron los más de tres millones de vides que hicieron del Valle de Sonoma la gran zona vinícola de los Estados Unidos hasta el día de hoy. El aporte chino no fue solo reemplazar los viñedos de las misiones católicas, sino la selección y plantación de variedades francesas y de otras regiones europeas como el Cabernet Sauvignon, Chardonnay, Muscatel y Riesling, que enriquecieron la calidad de la industria vinícola (4).

A la vez, un promedio de 15 mil inmigrantes chinos fueron la fuerza laboral más importante en la construcción de un trayecto del ferrocarril transcontinental más largo y moderno de los EE UU, conectando a Omaha, Nebraska con Sacramento, California. De un total de 2.859 kilómetros, los obreros chinos tendieron 1.110 kilómetros de rieles, en los parajes más difíciles, arriesgados y montañosos a través de la Sierra Madre entre Nevada y California, con altitudes cercanas a los 4.500 metros. Unos mil obreros chinos murieron en diversas circunstancias durante la construcción, incluyendo avalanchas de tierra y explosivos. Los chinos demostraron ser tanto o más trabajadores, eficientes e imaginativos que sus contrapartes, los irlandeses, que fueron el otro grupo grande que construyó el resto del proyecto con 10 mil hombres. A los chinos se les pagó mucho menos que a los irlandeses y vivieron  en condiciones más precarias, pese a que su trabajo fue más duro y peligroso. El tren fue inaugurado el 10 de mayo de 1869, pero la odisea de estos obreros chinos no fue incluida en los libros de historia. 150 años más tarde, en 2019, los descendientes de aquellos obreros chinos reivindicaron la proeza de sus ancestros con un gran encuentro en Promontory Peak, Utah, el sitio donde se hizo el empalme de la vía construida por chinos e irlandeses.

 Pocos años más tarde, los sentimientos antiinmigratorios y xenófobos contra los chinos se hicieron más radicales. Finalmente el Congreso de los EE UU aprobó la Ley de Exclusión China en 1882, que prohibió la inmigración china, siendo esta la única ocasión en la historia de los Estados Unidos en que expresamente se ha prohibido por ley la entrada al país de todo un pueblo en función de la raza. Esta Ley fue derogada en 1943 por la Ley Magnuson, en plena Segunda Guerra Mundial por la alianza temporal de EE UU y China contra Japón y por la pretensión de los EE UU de mostrar una imagen democrática. Sin embargo, la ley solo permitía la entrada de 105 chinos por año, y siguió impidiendo de facto la migración hacia EE UU de los demás países asiáticos y de las Islas del Pacífico.

En ese mismo tiempo de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos cometió uno de los más grandes atropellos contra poblaciones asiáticas con la creación de diez campos de concentración en siete estados del país donde fueron encarcelados un total de 125.284 japoneses (más de la mitad de ellos ciudadanos estadounidenses) entre 1942 y 1946. Miles de ellos y ellas eran japoneses procedentes de Brasil y Perú. Llamados eufemísticamente “campos de internamiento”, o “centros de reubicación”, fueron en realidad verdaderas cárceles construidas por el gobierno en áreas alejadas de los centros urbanos, rodeadas con alambradas y guardias armados vigilando las 24 horas del día.

El encarcelamiento de los japoneses en el país durante esos años fue el resultado de la Orden Ejecutiva 9066 del presidente F.D. Roosevelt, con la excusa de que los japoneses en el país pudieran mostrarse leales a su país de origen después del ataque japonés a Pearl Harbor. Se estima que un promedio de 1.600 japoneses murieron por múltiples razones en estos campos de concentración, incluyendo los que fueron ejecutados mientras intentaban escapar. La mayoría de los prisioneros perdieron las casas, propiedades y negocios que tenían antes de ser presos. El presidente Reagan pidió disculpas a los sobrevivientes y sus familiares y entregó un cheque de 20 mil dólares a cada uno de los más de 80 mil de ellos en 1988. Estos campos de concentración son hoy día lugares que pueden visitarse con tours guiados a las barracas donde vivieron los prisioneros.

Uno podría pensar que después de tanto atropello, discriminación y racismo contra las comunidades asiáticas, esa historia fuera un asunto del pasado. Pero no lo es en absoluto. La narrativa excluyente de mentes calenturiantas y xenófobas sigue muy viva en el país. El aumento de ataques contra los asiáticos y los isleños del Pacífico se ha incrementado en los últimos años, y en particular desde la pandemia del Covid-19, como lo muestra el estudio mencionado de la Universidad de Chicago y STOP AAPI HATE publicado este mes de mayo.

El asesinato de seis mujeres de ascendencia asiática en tres spas de Atlanta, Georgia, en marzo de 2021, no fue una tragedia aislada ni única, y es un incidente que habla de cómo el racismo y el sexismo están profundamente vinculados a los ataques contra mujeres asiáticas. Menos de dos años después, el 21 de enero pasado, un hombre asiático entró a un salón de baile en la ciudad de Monterrey Park, en el Condado de Los Ángeles, y asesinó a tiros a diez personas e hirió a otras diez, todas ellas de ascendencia asiática. Esta nueva masacre ha aumentado la ansiedad de una comunidad que ya de por sí vive muy consciente de su vulnerabilidad ante la violencia y el fácil acceso que las personas tienen para comprar y portar armas.

Para añadir a este clima racista, que afecta no solo a los asiáticos sino a todas las comunidades racializadas en EE UU, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, quien acaba de postularse como precandidato republicano a la presidencia, firmó este 17 de mayo varias leyes (SB 264, SB 846, and SB 258) que prohiben a los chinos que no tienen nacionalidad estadounidense comprar propiedades y terrenos en el estado. Estas nuevas leyes están claramente vinculadas con las acusaciones recientes de DeSantis de que hay chinos en Florida que son espías del Partido Comunista de China.

En medio de toda esta campaña de odio, no está en lo absoluto de sobra tener presente que gente proveniente de Asia fueron los primeros pobladores de este continente. Aunque es un hecho aceptado en general, es de interés indicar que conclusiones recientes de investigaciones genómicas confirmaron que los primeros humanos que migraron a estas tierras hace 20 mil a 14 mil años, provienen de distintas regiones del noreste asiático (5). Estos migrantes asiáticos son los genuinos ancestros directos de las naciones, pueblos y tribus de los primeros humanos que poblaron desde Alaska hasta Tierra del Fuego y la Patagonia; aquellos a quienes los españoles, y luego los ingleses y demás imperios coloniales europeos, llamaron indios o indígenas.  Trazando esa diáspora milenaria, cada hombre y mujer asiático que emigra a los EE UU lo hace a la tierra donde emigraron sus ancestros antes que cualquier otro grupo humano.  Así que cuando los nativistas estadounidenses de ascendencia europea apuntan el dedo contra los inmigrantes asiáticos, en realidad están señalando al pueblo más antiguo que ha poblado y vivido en estas tierras.

Parte de ese profundo arraigo asiático a estas tierras es lo que expresaba el grupo de poetas japoneses que fueron parte de los más de 125 mil presos japoneses en los campos de concentración en los Estados Unidos entre 1942 y 1946. Es lo que describe de manera táctil, geológica, Brynn Saito, uno de estos poetas japoneses-estadounidenses cuando evoca en tono profético, “Levanta la piedra. Allí me encontrarán”. Les encontraremos esparcidos por todo este continente. Más pertenecientes y más antiguos que todos los demás pueblos del mundo que miles de años más tarde también hicieron de estas tierras su lugar de residencia. Quizá haya que partir de ahí, con ese reconocimiento de respeto ancestral para acabar el odio. Volviendo a la raíz humana misma. Al origen asiático de este continente al que hace solo poco más de 500 años los españoles le pusieron el nombre América.

Fuentes citadas:

1) “The Blame Game. How Political Rhetoric Inflames Anti-Asian Scapegoating”. Stop AAPI Hate. October 2022.

2) Righting Wrongs. How Civil Rights Can Protect Asian American & Pacific Islanders Against Racism. Por Candice Cho, Annie Lee, Stephanie Chan, et.al. Stop AAPI Hate, May 2023.

3) THE PEOPLE, Respondent, v.  GEORGE W. HALL, Appellant.Cal. 1854. Immigration and Ethnic History Society. The University of Texas at Austin. Department of History.

4) Beasts of the Field. A Narrative History of California Farmworkers, 1769-1913. Por Richard Steven Street. Stanford University Press, 2004.

 5) “Peopling of the Americas as inferred from ancient genomics”. Por Eske Willerslev, y David J. Meltzer. Nature, June 17, 2021. 

(Publicado en Hispanic LA, 29 mayo, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Una amenaza constante no tan fashionista

 Mujer obrera, hecha de carne y llanto,
hecha de hambre, luz y manos
y de sudor, rocío del hierro.

—Luis Vidales, poeta colombiano

 8 de mayo, 2023. La primera semana de mayo de este año fue decisiva para el presente y el futuro del centro de Los Ángeles. Los trece miembros del Concejo de la Ciudad votaron por unanimidad el 3 de este mes para poner en marcha el Plan Comunitario del Centro de Los Ángeles 2040 (DTLA2040). El ambicioso plan permitirá la rezonificación del área que traerá una enorme transformación urbanística en las próximas dos décadas, y tendrá un impacto social, económico y laboral, no solo para el centro de la ciudad sino para el sur de California y del estado en general.

La aprobación del Plan tomó nueve años desde la presentación del primer borrador, hecho por el Departamento de Planeación de la ciudad. La rezonificación establecerá una serie de normas gubernamentales que incluyen la ubicación, el tamaño, el uso y la forma de edificios y espacios urbanos. Permitirá, entre otras cosas, la construcción proyectada de cien mil unidades de vivienda, en una franja que abarca desde el Centro de Convenciones, hasta la zona norte de Chinatown. Además, autorizará la construcción de hoteles, restaurantes, escuelas, zonas verdes y peatonales y la redistribución de los medios de transporte, en una compleja lista de regulaciones sobre el uso de cada metro de espacio en el corazón de la ciudad.

 En medio de estas medidas de crecimiento y revitalización, que modificarán el centro de Los Ángeles, está el Distrito de la Moda. Un área que alberga desde hace más de cien años la que es hoy día la industria de costura de ropa más grande de los Estados Unidos, con cientos de pequeñas fábricas y tiendas independientes rentadas, en las que trabajan más de 20 mil costureros, de las más de 66 mil personas relacionadas con esta industria y negocios auxiliares en el Condado de Los Ángeles. La gran mayoría son mujeres mexicanas, centroamericanas y asiáticas inmigrantes, quienes, a su vez, viven en el sector, y para quienes la rezonificación que promueve el DTLA2040 ha sido vista a lo largo de esta pasada década como una amenaza potencial de desplazamiento y pérdida de sus trabajos.

 En los más de cien años que lleva operando esta industria en el centro de Los Ángeles, varias generaciones de decenas de miles de trabajadores de la costura han tenido que batallar cada día por su supervivencia. Las luchas se extienden a todos los frentes imaginables porque se trata de una población extremamente vulnerable. La explotación laboral recorre una extensa red: desde quienes los contratan, los manufactureros, los intermediarios y las grandes tiendas que se lucran de su duro trabajo y sus salarios de hambre. Añadido, muchas veces, a la indiferencia de las autoridades que se hacen de la vista gorda ante los abusos que sufre esta población. Dado que muchos son inmigrantes indocumentados, son reclutados sin un contrato de trabajo ni beneficios, obligados a trabajar en espacios reducidos y en condiciones sanitarias deplorables.

 Ahora que el Plan DTLA2040 ha sido aprobado, las autoridades locales darán luz verde al diseño de proyectos públicos, privados y mixtos. El Plan está concebido como una hoja de ruta, en la que intervienen diversos grupos de interés económico, político y social, que realizan un cabildeo o lobbying continuo ante el gobierno local. Entre los mayores lobistas está la casi centenaria Asociación del Centro de Los Ángeles (Central City Association of Los Angeles, CCA), una entidad sin ánimo de lucro que, sin embargo, cuenta entre sus miembros a algunos de los bancos y compañías de bienes raíces más poderosos del país, que han estado por años en una intensa campaña para que el Plan sea aprobado. Entre las corporaciones que son miembros destacados de la CCA, y que no dan puntada sin dedal, están Amazon, US Bank, Wells Fargo, Bank of America, Citi, AT&T, Chase Bank, US Bank, Brookfield Properties, la financiera CIM, la enorme empresa de bienes raíces Tishman Speyer, y la cadena de hoteles Westin.

 Iniciativas privadas como las del CCA podrán ser parte en la creación de hoteles, apartamentos y restaurantes de lujo, además de ampliar la utilización industrial de los edificios para la producción de alimentos y fabricación de bebidas, incluyendo cerverías. Una consecuencia predecible de los nuevos usos de este espacio urbano es que termine elevando aún más el costo de la propiedad y de la renta, y que se reconsidere el espacio del Distrito de la Moda, que en el que están los edificios que actualmente ocupan las pequeñas fábricas de costura y de otros negocios relacionados con la moda.

 Uno de los  contrapesos a los intereses del gran capital que disputa por un mayor control del área es el Centro de los Trabajadores de la Costura de Los Ángeles (Garment Worker Center, GWC), una organización laboral que sirve de voz y defensoría de la práctica totalidad de los 20 mil trabajadores y de las personas que los emplean en pequeños talleres rentados. El GWC también lidia por los derechos laborales y sociales de otros 30 mil trabajadores, tanto de la confección como de actividades suplementarias de esta industria en el resto del Condado de Los Ángeles. El GWC comenzó sus actividades en 2001, y desde entonces ha estado en una abierta lucha contra la explotación, la discriminación y el racismo que sufren los trabajadores de la costura por parte de los dueños de las fábricas, los manufactureros, contratistas y las tiendas de moda que adquieren las prendas que producen, ya sea al detal o al por mayor.  

 El Centro de Trabajadores de la Costura nació como resultado del hallazgo de decenas de trabajadores que habían sido traídos de Tailandia a California por una red de traficantes de personas, al menos desde el año 1988. Estos trabajadores eran forzados a coser prendas de vestir dentro de un conjunto de casas dúplex de dos plantas en la ciudad de El Monte, en el noreste del Condado de Los Ángeles, que habían sido convertidas en improvisados talleres de costura. Los muros de las casas fueron cubiertos con alambres de púas, las ventanas de las casas fueron selladas y las puertas solo se podían abrir desde afuera. A los trabajadores no se les permitía salir a ninguna hora de su encierro y dormían en el suelo al lado de las máquinas de coser, en las cuales debían trabajar largas horas diarias. Como fue denunciado por Julie Monroe y Kent Wong, en un libro sobre el tema, estas personas esclavizadas hacían ropa para firmas reconocidas como High Sierra, CLEO, Tomato Inc., B.U.M. y Anchor Blue (1).

 Después de los rumores y denuncias al Departamento de Trabajo sobre lo que presuntamente estaba ocurriendo en ese conjunto de viviendas, el 2 de agosto de 1995 la policía de El Monte y Oficiales de Paz Juramentados de California entraron al lugar a la fuerza. Encontraron a 72 trabajadores, casi todos mujeres, viviendo como esclavos. La policía llevó a las víctimas al Centro de Detención de Servicios de Inmigración y Naturalización, donde estuvieron presos por nueve días. Cuando se supo la noticia, diversas organizaciones de derechos de los inmigrantes formaron una coalición para ayudar a estas víctimas de tráfico humano. Lograron sacarlas de la cárcel y ubicarlas temporalmente en refugios de iglesias y organizaciones humanitarias, pendientes de resolver su estatus migratorio. Finalmente, al cabo de los años, se logró una indemnización de cuatro millones de dólares para las víctimas por parte de las empresas que se habían beneficiado de su explotación, y el gobierno les otorgó la ciudadanía. En 2001, la coalición humanitaria ayudó a la formación del Centro de la Trabajadores de la Costura (GWC, por sus siglas en inglés), el primero en el país en enfocar exclusivamente en la organización y lucha por los derechos de los trabajadores de la costura.

 Esta industria ha existido en el centro de Los Ángeles desde finales del siglo 19 y hoy es, junto a los demás talleres de costura del Condado, la segunda industria que más ingresos produce en Los Ángeles después de Hollywood. En la actualidad el Distrito de la Moda alberga a más de cuatro mil tiendas y negocios que producen y venden al mayor a tiendas como Nordstrom, Ross, Dillard’s, Lulus Fashion Nova, Von Maur, Forever 21, Neiman Marcus, Charlotte Russe, TJ Maxx, Bombshell Sportswear, Socialite y Stitch Fix, entre otras. Los turistas y la población local pueden comprar ropa, textiles, zapatos y toda clase de accesorios, generalmente a precios más bajos que en las tiendas regulares. Su sitio más concurrido y popular es el Santee Alley, un largo pasillo con numerosas tiendas de bajo precio. Por décadas el sector se conoció informalmente como el Distrito de la Costura (Garment District), y a partir de 1996, con la conversión del sector a Distrito de Mejoramiento Comercial (Business Improvement District, BID) cambió su nombre a Distrito de la Moda. 

 Según el Informe de Economías Creativas OTIS 2023, del Otis College of Arts and Design, el Distrito de la Moda es el líder de la industria de la costura en los Estados Unidos, con un 83 porciento del total de confección de ropa de vestir que se hace en el país, y el 82.5 porciento de California. Los trabajadores de la costura producen un mercado de mil quinientos millones (1.5 billones) de dólares en ventas anuales. Según el mismo informe, los trabajadores de la costura tienen un promedio de 21 años de experiencia y da trabajo a 66.900 personas en el Condado de Los Ángeles, siendo la fabricación de ropa de vestir (ya sea de venta online o en una tienda) el mayor de ellos, con 25.726 trabajadores (2).

 Sin embargo, a pesar del músculo que representa para la economía angelina y de California, esta es una industria con abusos laborales extremos. El escándalo de trabajadores esclavos en El Monte ha sido uno de los más publicitados. Pero también es parte de la memoria la huelga conocida como The Lady Garment Worker Strike el 12 de octubre de 1933, en plena Gran Depresión. Las costureras, un 75 porciento de las cuales eran inmigrantes mexicanas, exigían el derecho a tener una jornada semanal de 35 horas y ganar al menos el salario mínimo. Cuando los empleadores rehusaron aceptar sus demandas, las trabajadoras se declararon en huelga. Cerca de tres mil mujeres protestaron en las calles. La huelga duró tres semanas, hasta que mediadores federales se involucraron y los empleadores aceptaron negociar. Las costureras volvieron a sus trabajos sin penalidades, con beneficios y un salario mínimo, aunque en la realidad estos derechos nunca fueron obtenidos plenamente y una buena parte de ellas siguió siendo explotada.

 Hoy, a 90 años de aquella huelga, los atropellos continúan. Dado que los obreros son contratados a través de microempresas, no tienen la posibilidad de crear un sindicato a riesgo de perder sus trabajos. El incendio de un edificio en pésimo estado en el Distrito de la Costura en 1989, en el que 40 trabajadores resultaron con quemaduras de distinto grado, mostró el ambiente inseguro y de alto riesgo en que eran obligados trabajar. A muchos se les sigue pagando por pieza de trabajo y no por hora o un contrato fijo. Muchos talleres no tienen cuidado de niños y las madres luchan por encontrar quién pueda cuidarlos mientras trabajan. Dado que los contratistas pueden escapar a los controles legales, no quedan registros de los salarios ni ninguna forma de reclamo laboral. Por años, enfrentan las amenazas de los patrones de trasladar sus negocios a otros países donde hay mano de obra barata. Muchos de los dueños de estas fábricas las cierran cuando saben que va a haber una inspección; otros no tienen permiso legal para operar el negocio.

 Cuando se declaró la pandemia del covid-19, el trabajo de los costureros fue declarado no esencial y se ordenó su cierre temporal. Sin embargo, al poco tiempo, numerosos trabajadores fueron llamados a fabricar máscaras. Miles volvieron a sus trabajos y fueron sentados uno al lado del otro sin máscaras, sin guantes y sin ninguna protección. Centenares de obreros fueron infectados por el virus y varios de ellos murieron. Con todo y eso, los trabajadores no fueron elegibles para el primer round de vacunas. The Washington Post entrevistó a la costurera Rosa Martínez en plena pandemia, quien comentó, “aún si la persona está enferma tiene que trabajar por necesidad. No hay días de paga por enfermedad y tenemos familia y renta que pagar”. Martínez menciona que en estas pequeñas fábricas “hay baños sucios, ratones y cucarachas y durante los meses de verano no hay aire acondicionado ni ventilación” (3).

 En medio de esta batalla cotidiana, el Centro de los Trabajadores de la Costura logró en el año 2021 que la Legislatura Estatal de California pasara el Acta de Protección de los Trabajadores de la Costura SB62, que establece, entre otras cosas, que no se les pagará por pieza sino el salario mínimo de California. El Acta comenzó a ser efectiva el 1 de enero de 2022. Sin embargo, el Reporte de la División de Horas y Salarios del Departamento de Trabajo sobre los trabajadores de la costura del sur de California para 2022, publicado el 22 de marzo pasado, encontró algunos de los siguientes abusos: hay trabajadores a los que solo se les paga $1.58 la hora. El 80 porciento de los contratistas no cumplen con las normas del Fair Labor Standars Act (Ley de Normas Justas de Trabajo). El 64 porciento no mantiene registros de horas de trabajo ni de salarios. El 50 porciento le paga a los obreros en efectivo y falsifica o no lleva registros. El 32 porciento continúa pagando por pieza y no por hora (4).

 En el foro público en que el Departamento del Trabajo dio a conocer los resultados de su investigación, Marissa Nuncio, directora del GWC, dijo: “Los hallazgos que estamos viendo aquí hoy demuestran claramente el robo de salarios en curso, que es algo que escuchamos de nuestros miembros, que han tenido que soportar una variedad de circunstancias materiales fluctuantes desde el inicio del covid. […] Como defensores, tomamos datos como los que vemos aquí hoy para conectarnos con los trabajadores y asegurarnos de que, por un lado, conozcan sus derechos, al mismo tiempo que tratamos de fortalecer la ley para los trabajadores en función de sus demandas”. Nuncio aprovechó la oportunidad para comentar sobre el proyecto FABRIC Act (Ley FÁBRICA o Ley Telas), que fue presentado  al Congreso de los Estados Unidos el 12 de mayo de 2022: “Creemos que la legislación federal, por medio de la Ley FÁBRICA, ayudaría a reforzar su capacidad para regular y crear responsabilidad. La Ley FÁBRICA mejoraría y expandiría los derechos ganados aquí en California por la SB62 impulsada por los trabajadores. Aunque los hallazgos del Departamento del Trabajo muestran que el robo de salarios continúa, sabemos que con el tiempo y una aplicación estricta, una legislación como esta generará un cambio en esta industria”.

 Ahora, en medio de esta lucha incesante por justicia laboral y social, una de las amenazas más grandes que seguirán enfrentando los trabajadores de la costura es la recién aprobada rezonificación del centro de Los Ángeles. A principios de abril pasado centenares de trabajadores de la costura del Distrito de la Moda marcharon con pancartas para hacer oir sus reclamos, y pidiendo protección y garantías en caso de que el Plan fuera aprobado. Tres semanas después, el 24 de abril, el GWC logró que sus demandas fueran incorporadas en el Plan DTLA2024 durante la reunión del Comité de Planificación y Gestión del Uso del Suelo (PLUM). De particular importancia fue lograr que el Plan incluyera limitaciones al desarrollo residencial y de nuevos hoteles en secciones del Distrito de la Moda. Un segmento de las modificaciones del Plan DTLA2040 indica que se enfocará en “prevenir el desplazamiento de negocios en crecimiento o reducción en esta industria para permanecer dentro del área del centro y de la ciudad en general. Esto incluye, entre otros, empresas de producción de prendas de vestir y de la industria de la moda, instituciones académicas y servicios de apoyo”. (Para ver la lista de demandas que el GWC ha estado pidiendo que sean tenidas en cuenta por DTLA2040, puede ir a: “Protect LA’s Garment Jobs: The Future of U.S. Fashion”, que puede ser leído también es español).

 El mismo día de aprobación del Plan, el grupo lobista Central City Association, CCA, que representa a los desarrolladores y los intereses del gran capital, reaccionó con un comunicado en el que exhortaba al Concejo de la ciudad a mantener su promesa de estudiar más a fondo “cómo los requisitos establecidos en el área IX3 dentro del Distrito de la Moda afectarán la producción de viviendas. […] Como un lugar que da la bienvenida a la densidad y sirve como centro de tránsito, sería un error obstaculizar la construcción de nuevas viviendas en el Centro” (5). Tanto el Centro de Trabajadores de la Costura como el sindicato Unite Here Local 11, que representa a la industria hotelera y de restaurantes del sur de California y Arizona, están conscientes de que la lucha por el uso de este espacio como lugar de trabajo y de vivienda sigue en pie, y quizá a partir de ahora será más intensa que nunca.

 Basado en su conocimiento y preocupación por la situación, el arquitecto David González Rojas, profesor de arquitectura en Santa Mónica College, ha diseñado junto a sus estudiantes un plan que propone concentrar a los trabajadores de la confección en un complejo de edificios en el mismo sector donde funciona actualmente el Distrito de la Moda. Su propuesta, o sueño, como lo llaman, es que fuera un plan financiado por la ciudad y desarrolladores privados, que permita que los trabajadores se organicen como una compañía que no requiera de intermediarios ni de contratistas, sino que funcione como una cooperativa que tenga el control y la propiedad de los espacios de trabajo y esparcimiento.

 Independientemente de que las propuestas del GWC hayan sido incluidas por el PLUM y que el Concejo de Los Ángeles haya aprobado el DTLA2040 con estas modificaciones, los trabajadores de la costura saben que las grandes compañías financieras y de bienes raíces buscarán maneras de forzar su desplazamiento para dar lugar a otros desarrollos que estén más en sintonía con el área como Distrito de Mejoramiento Comercial, BID. El centro de Los Ángeles cuenta ya con la trágica historia de la comunidad Chavez Ravine, compuesta por tres barrios cuyos habitantes, todos latinos, fueron expulsados de sus hogares por las autoridades locales para permitirle al empresario Walter O’Malley, dueño de los Brooklyn Dodgers de Nueva York, construir el Estadio de Los Ángeles Dodgers en la década de 1950. El proceso de gentrificación avanza alrededor del Condado y la revitalización urbana del centro de la ciudad es uno de los sectores que experimenta este proceso de manera más imperiosa y discriminatoria.

 Como en todas las luchas por los derechos laborales y sociales, la soga siempre se rompe por lo más delgado. De modo que ninguna conquista puede considerarse definitiva. En el caso de los trabajadores de la costura en el centro de la gran ciudad, es una lucha de avances y retrocesos, frente a las fuerzas que amenazan con desplazarlos, pese a ser piezas fundamentales en generar grandes ingresos en una sociedad de capitalismo salvaje y canibalista. Una sociedad donde a menudo el capital y el poder son valorados como más importantes que la vida y los derechos de las personas.

 Fuentes citadas:

1) Sweatshop Slaves: Asian Americans in the Garment Industry (Esclavos de talleres clandestinos: estadounidenses de origen asiático en la industria de la confección), por Julie Monroe y Kent Wong UCLA Center for Labor Research and Education, Los Angeles, 2006. 

2) The Otis College Report on the Creative Economy (Reporte del Otis College sobre Economía Creativa), por Otis College of Arts and Design, February 10, 2023.

3) “Clothing companies have been praised for making protective masks. But garment workers say factory conditions are unsafe” (Las compañias de ropa han sido elogiadas por hacer máscaras protectoras. Pero los trabajadores de la costura dicen que las condiciones de las fábricas son inseguras), por Alessandra Bergamin. The Lily, The Washington Post, May 11, 2020.

4) “Unfit Wages: US Department of Labor Survey Find Widespread Violations by Southern California Garment Industry Contractor, Manufacturers”(Salarios inadecuados: Encuesta del Departamento de Trabajo de EE UU. encuentra violaciones generalizadas por parte de contratistas y fabricantes de la industria de prendas de vestir del sur de California). Michael Petersen. Wage and Hour Division. US Department of Labor, March 22, 2023.

5) “Statement: DTLA 2040 Community Plan Approval by LA City Council” (Declaración: Aprobación del Plan Comunitario DTLA 2040 por el Concejo Municipal de Los Ángeles). Central City Association of Los Angeles, CCA, May 3, 2023.

(Publicado en Hispanic LA, 10 mayo, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Valeria Luiselli y los niños de la frontera

Estoy atorado

entre este y el otro lado.

Y cuando mi salto está listo:

la raya se desplaza

—Heriberto Yépez, poeta tijuanense

6 de abril, 2023. Desde hace diez años uno de los núcleos del drama de la migración desde países de América Latina lo constituye la oleada de niños que llegan solos a la frontera entre México y los Estados Unidos. Decenas de miles de niños, niñas y adolescentes, muchos de ellos menores de cinco años, a los que ocasionalmente las cámaras de los medios de comunicación iluminan por un instante, casi siempre despojados de individualidad, de humanidad. Rostros sin rostro que se multiplican sobre espacios desolados, con historias que muy pocos cuentan, en parte porque predomina la ignorancia y el prejuicio, en parte porque son abrumadoras y, en fin, porque se prefiere el silencio cómplice. La mayoría de estos menores proviene del llamado Triángulo Norte de Centroamérica: Honduras, Guatemala y el Salvador, al que hay que agregar el México enorme, que también aporta su cuota significativa de niños tratando de entrar a los Estados Unidos. Un país desconocido, donde esperan encontrarse con un familiar, o intentar que alguien, desde la nada, quiera darles refugio.

La tragedia de los niños migrantes no es nueva. Ha estado presente por mucho tiempo, y en mayor proporción desde mediados de los ochenta, en plena guerra civil salvadoreña, cuando miles de personas, incluyendo niños solos, huyeron hacia los Estados Unidos, país que era precisamente uno de los promotores principales de esa guerra. Pero es a partir de 2013 y hasta el presente, cuando los números se han multiplicado a un ritmo imparable, esta vez huyendo de pandillas como la Mara Salvatrucha y Barrio 18, del hambre y la pobreza extrema, problemas que son secuelas de las guerras centroamericanas. Entre los meses de octubre de 2013 y junio de 2014, durante la presidencia de Obama, la cifra de niños no acompañados detenidos en la frontera superó los 80 mil, y forzó al gobierno a declarar una crisis migratoria. Ninguna estrategia fue efectiva para contenerla, porque hasta ahora a los Estados Unidos no les ha interesado tratar a fondo con los problemas históricos que causan estas migraciones y en las cuales tiene una inmensa responsabilidad.

Hacia fines de agosto de 2015 habían llegado ya 102 mil menores más. Desde esas fechas, al entrar en territorio de EE UU los niños son puestos en centros de detención para menores, conocidos como hieleras, jaulas o perreras. Se supone que los niños no deben estar en estos centros más de tres días, hasta que se les conecta con familiares, o los llevan a centros del Departamento de Salud y Servicios Humanos, mientras esperan que se les resuelva su situación. Por años, sin embargo, organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado que los menores pasan allí semanas, e incluso meses, sufriendo temperaturas frías, sin camas y cubiertos solo con mantas isotérmicas, y sin servicios sanitarios adecuados.

Hasta marzo de 2015, los niños migrantes que lograban cruzar la frontera y pedían asilo tenían hasta un año para que un familiar o alguien más (no el gobierno) les consiguiera un abogado que los representara ante una corte de migración para tratar de obtener el estatus migratorio de asilado y evitar la deportación. Pero la creación del Priority Juvenile Docket (Expediente Juvenil Prioritario) del gobierno de Obama, redujo ese tiempo a solo veintiún días. Si al cabo de esas tres semanas los niños no lograban tener un abogado defensor debían de todos modos ir ante el juez asignado. En la mayor parte de los casos, eran y siguen siendo deportados a sus países.

Durante la administración Trump, entre 2016 y 2020, el drama alcanzó su período más crítico y xenofóbico, con decenas de miles de niños detenidos en la frontera y devueltos de inmediato a México y Centroamérica. Simultáneamente, la política de “cero tolerancia” afectó también a unos 4 mil niños que fueron separados de sus padres en la frontera. En enero de 2017, la jueza en jefe de inmigración, MaryBeth Keller, modificó el Expediente Juvenil Prioritario de la era Obama, y se enfocó en la deportación de niños migrantes que estuvieran bajo el cuidado y custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, y que no tuvieran un patrocinador identificado. Los niños sin patrocinador se contaban y se siguen contando por decenas de miles; de modo que una gran parte de ellos han sido deportados a sus países de origen sin el debido proceso de las leyes internacionales del derecho al asilo. Y, para completar el cuadro, cuando se pensaba que el gobierno de Biden iba a poner en marcha soluciones para mejorar la situación de los migrantes, dadas sus promesas de campaña, la realidad es que ha seguido aplicando muchas de las mismas políticas migratorias excluyentes y represivas de Obama y Trump. 

A solo cuatro meses de haber tomado posesión como presidente en 2021, Biden reactivó la orden de los Expedientes Prioritarios, conocido también como Rocket Docket, que permite devolver “de forma sumaria a prácticamente todos los niños y niñas mexicanos no acompañados tan sólo unas horas después de que busquen protección, en muchos casos sin considerar los peligros a los que podrían enfrentarse a su regreso” (1). El National Immigrant Justice Center, NIJC (Centro Nacional de Justicia para los Inmigrantes) denunció en esas fechas que la administración Biden, bajo la falsa premisa de la salud pública (debida al Covid), seguía usando el Título 42 de Trump que autoriza a la Oficina de Detención y Deportación de ICE para expulsar de manera inmediata a las personas buscando asilo en la frontera. El NIJC, una organización no-gubernamental, señaló que “más de la mitad de las personas navegando el sistema judicial migratorio” no lograban conseguir un abogado que los apoyara (2). Miles de niños migrantes, tanto mexicanos como centroamericanos son parte de esas estadísticas.

En general, lo que termina ocurriendo a los niños y niñas que son detenidos en la frontera es una historia que trata de mantenerse oculta. La noticia deja de ser noticia por lo habitual y cotidiana, mientras las organizaciones intergubernamentales y humanitarias tratan de intervenir con todas las limitaciones que les presenta el sistema migratorio. Entre las voces contestatarias que han ayudado a vislumbrar cómo tramita el sistema migratorio la situación de estos niños migrantes está la escritora mexicana Valeria Luiselli. Nacida en Ciudad de México y establecida en Nueva York desde 2008, Luiselli participa activamente en foros académicos y periodísticos en los Estados Unidos, México y otros países, para discutir sobre los textos que ha escrito y hacer visible el drama acuciante de la migración de niños desde América Latina hacia los Estados Unidos.

En su breve libro documental Tell Me How It Ends. An Essay in Forty Questions, traducido al español como Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), publicado en 2016, describe cómo en su interés por conocer de cerca la situación de los niños migrantes decidió, junto a una sobrina suya, hacer trabajo voluntario como traductora e intérprete en una corte de migración en Nueva York en 2015. Su labor consistía en ayudar a niños y niñas migrantes a llenar un formulario de 40 preguntas en inglés creado por la Oficina de Inmigración del Departamento de Justicia, para niños cuya situación migratoria estaba pendiente. Era un trabajo de gran urgencia, y en muchos casos, de vida o muerte, porque, como se ha mencionado, los niños tenían solo veintiún días para conseguir un abogado defensor para tratar de no ser deportados. Luiselli y su sobrina se sumaron al número creciente de voluntarios tratando de ayudar a estos niños desamparados.

Mientras Luiselli tomaba las respuestas de los niños se enfrentó al relato fragmentario de los horrores inenarrables que los obligó a dejar sus países para venir a los EE UU, con la vaga esperanza de encontrar refugio y protección. El libro documental no solo describe las 40 preguntas que el formulario burocrático hace a los niños (¿Por qué viniste a los Estados Unidos? ¿Cuándo entraste a los Estados Unidos? ¿Con quién viajaste? ¿Viajaste con algún conocido? ¿Qué países cruzaste? ¿Cómo llegaste hasta aquí?...), sino las preguntas que se hace la autora sobre la manera como opera el sistema migratorio de los EE UU. Estos son niños, que como apunta Luiselli, “huyeron de sus pueblos o ciudades, caminaron kilómetros, nadaron, corrieron, durmieron escondidos, montaron trenes y camiones de carga… Viajaron sin sus padres, sin sus madres, sin maletas ni pasaportes”. Niños y niñas con un pasado en sombras, con un azar constante como único equipaje.

Niños a los que les será muy difícil conseguir asilo porque este se concede a personas que están huyendo de persecuciones basadas de manera específica en raza, religión, nacionalidad y opinión política o pertenencia a un grupo social particular. En su defensa, el abogado tendrá que hacer creíble que su pequeño cliente es víctima de alguna, varias o todas estas razones, para que se le conceda el asilo. Si los vientos le son favorables y el niño o niña obtiene asilo, es advertido que no podrá volver a su país, a riesgo de perder su residencia en EE UU. Si el niño/a no muestra evidencia suficiente del peligro que corría para haberse escapado de su país, es muy probable que sea deportado/a “sin juicio previo” (3).

Los niños perdidos opera como una contranarrativa que saca a la luz aspectos poco conocidos por la población norteamericana y global. Luiselli ve el manejo de la situación legal migratoria de los niños migrantes como un componente más del sistema de encarcelación masiva de los Estados Unidos, y la utilización de centros de detención privados como parte de un negocio lucrativo. El texto cuestiona no solamente la monstruosa y billonaria maquinaria judicial y carcelaria de los Estados Unidos, sino también el papel que se le ha impuesto a México, tanto político como económico, para participar en la captura y deportación de migrantes de todas las edades, incluyendo a niños y adolescentes, en sus fronteras norte y sur.

La urgencia de investigar y escribir Los niños perdidos se le atravesó a Luiselli cuando estaba escribiendo la novela The Lost Children Archive, publicada en 2019 y traducida y publicada al español el mismo año como Desierto sonoro (4). La novela describe el viaje transversal en coche de una pareja y sus dos hijos desde Nueva York al extremo suroeste de Arizona. El padre documenta el genocidio de los indígenas a manos del gobierno, el ejército y los colonos de asentamiento anglosajones y busca en particular informarse sobre la tribu de los apaches chiricahuas de Bendoke, Arizona, la última en ser sometida por los avances expansionistas de EE UU. Entre tanto, la madre explora la realidad de los niños migrantes que están llegando en cantidades desbordantes a la frontera. En una entrevista con el medio digital mexicano El Oriente, Valeria se refiere al título Desierto sonoro “como un corredor migratorio, una región geopolítica, el espacio extraterritorial de quienes se desplazan de un lugar a otro. Como en círculos concéntricos. Un EE UU vaciado de sentido sobre lo que está ocurriendo en la frontera, como el corazón en tinieblas de ambos países”. Un problema que puede ser definido esencialmente como racial, sobre una “presencia extranjera, invasiva. Un mito [histórico], basado en un montón de mentiras” (5).

Los textos de Valeria Luiselli sirven como una referencia para ampliar nuestro entendimiento del éxodo masivo centroamericano, el cual tiene un impacto particular entre niños y adolescentes, que constituyen hoy día uno de cada tres migrantes que buscan asilo. Víctimas de una guerra que se desdobla desde los tiempos de la Guerra Fría y cuyos efectos se han incrementado con el fracaso de las políticas neoliberales y la crisis climática que ha diezmado la productividad agrícola en dichos países. En Desierto sonoro es posible notar, que pese a la multitud de recursos experimentales narrativos y las diversas técnicas para dar coherencia al relato, siempre son insuficientes para plasmar la dimensión de la tragedia. Esta incapacidad del texto es, en definitiva, su propio logro, porque logra transmitirnos hasta dónde podemos expresar una historia. Pero el texto, el habla y el performance son los recursos más directos que tenemos para el testimonio, para hacer tangible el pasado, pero, sobre todo, como quiere Luiselli, el presente y de ese modo, tal vez, también el futuro.

El drama migratorio infantil sigue aún más intenso en los últimos dos años. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas (OIM) los Estados Unidos y México deportaron a cerca de 200 mil salvadoreños, guatemaltecos y hondureños en 2022, entre los que se incluyeron 35 mil niños y adolescentes. Esto representó un aumento del 58 porciento frente a los casi 125 mil deportados en 2021. Por su parte, La Voz de América, señaló que desde principios de enero al 8 de marzo de este año 2023 se han registrado 889 niños y niñas deportados a Guatemala, donde las autoridades se encargan de contactarlos con sus familiares para entregárselos o los internan provisionalmente en hogares del gobierno. Mientras tanto, las noticias seguirán dando informes y estadísticas de última hora, fríos y asépticos como una larga resignación.

Fronteras como las del sur de los Estados Unidos son heridas abiertas. En algunos casos están cicatrizadas por la cotidianidad, pero siguen sangrando por dentro, en el alma de quienes las padecen, de aquellos contra quienes han sido creadas. Las fronteras marcan a menudo otredades y exclusiones fundadas en conceptos de superioridad racial. Crean nacionalismos y reafirman que lo que nos hace iguales es que somos distintos. Las fronteras modernas mantienen el espíritu tribal y la exclusión de lo que nos parece amenazante. Son el espíritu primitivo de la territorialidad y la supervivencia. Esto se agrava aún más si quienes las atraviesan, o intentan atravesarlas son migrantes sin documentos, empobrecidos, que vienen de “países de m*”, como dijo el anterior presidente. O si esos migrantes son menores de edad que han caminado miles de kilómetros hacia un futuro que creen esperanzador, pero que intuyen incierto y sin asidero. Para decenas de miles al llegar a este país, la raya se les desplaza y los devuelve sin contemplaciones a los lugares de donde quisieron huir.

Fuentes citadas:

1) “Estados Unidos y México deportan a miles de niños y niñas migrantes no acompañados a situaciones de peligro”. Amnistía Internacional, Junio 11, 2021.

2) “Biden’s Return to the Failed Immigration Court “Rocket Docket” Will Deprive Asylum Seekers of Justice & Endanger Lives”. National Immigrant Justice Center, May 28, 2021.

3) Los niños perdidos. Ensayo en cuarenta preguntas, por Valeria Luiselli. Editorial Sexto Piso, 2016.

4) Desierto sonoro, por Valeria Luiselli. Vintage Español, 2019.

5) “Valeria Luiselli presenta Desierto SonoroEl Oriente, México. Entrevista digital, consultada el 28 marzo, 2023.

(Publicado en Hispanic LA, 4 abril, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Los casinos, o cómo terminar de destruir las culturas nativas

“Con el tiempo vendrán las lluvias, o tal vez no.
Hasta entonces, nos tocamos los cuerpos como heridas—
la guerra nunca terminó y de algún modo comienza nuevamente”
(1)

            —Natalie Díaz, poeta mojave, Arizona

6 marzo, 2023. Cuando uno transita por las carreteras de muchas regiones de los Estados Unidos es inevitable ver las grandes vallas publicitarias con anuncios de casinos que invitan a un imparable mundo de diversión, con juegos de azar, espectáculos musicales, hoteles y restaurantes. Estos anuncios abundan también en la televisión, internet, los periódicos, revistas y en los medios sociales. Es tan grande el negocio de los casinos que tienen sus propias agencias publicitarias. Pero, contrario a lo que podría pensarse a primera vista, esta propaganda no se refiere a los casinos de Las Vegas, la trivialmente legendaria “ciudad del pecado”, llamada así en buena parte por los casinos y el tipo de vida que se supone se mueve a su alrededor. Los casinos a que nos referimos aquí son los cientos ubicados dentro de reservaciones indígenas, y cuyos gestores y administradores son, en buena parte, nativos estadounidenses.

Para cualquier persona medianamente informada de las sangrientas políticas de exterminio, esclavitud, desplazamiento, segregación, esterilizaciones forzadas, adoctrinamiento y discriminación que han enfrentado las poblaciones indígenas desde los tiempos de la colonia hasta hoy, no deja de ser intrigante por qué y cómo casi la mitad de las 574 tribus, comunidades o naciones indígenas sobrevivientes del país, han terminado convertidas en espacios de juegos de azar. La manera como nos acerquemos a esta historia depende del cristal con que se la mire.

Por una parte, los más de 39 mil millones de dólares en ganancias que reportaron los 547 casinos tribales el año pasado (2), puede verse como la evidencia de una historia de triunfo, basada en la resistencia y tenacidad, donde los nativos que participan en este negocio han logrado una posición de poder económico y una relevancia social para sí mismos y ante la sociedad que los ha marginado desde siempre. O puede verse desde el otro extremo: el último paso hacia la desaparición de sus culturas, la asimilación y la adopción de los modelos de vida capitalista, como el único camino a la supervivencia. O si se quiere, puede verse como un punto intermedio entre esas dos orillas. Una especie de acuerdo con lo mejor de los dos mundos, como si tal malabarismo pudiera darse sin consecuencias.

Dado que el presente no puede ser entendido sin una historia precedente, hay que enlazar el surgimiento de los casinos nativos como parte de los nuevos escenarios de la más antigua historia nacional de subyugación y resistencia, de aniquilación y resurgimiento, de saqueo y reclamo de soberanía tribal. Durante la colonia, los ingleses se apoderaron a sangre y fuego de los territorios del noroeste del país. Pero pusieron como límite de sus conquistas los Montes Apalaches, la cordillera que atraviesa varios de los estados del este. Sin embargo, con la independencia de Inglaterra en 1776, los recién constituidos Estados Unidos empezaron una campaña de conquista hacia el oeste de los Apalaches, que en cuestión de menos de cien años terminó por apoderarse de 7 millones 700 mil kilómetros cuadrados, en los que vivían, según el etnohistoriador Henry Dobyns, alrededor de 18 millones de nativos de distintos pueblos y culturas. Para lograr este avance, promovido por la ideología supremacista anglosajona del destino manifiesto (que afirma que Dios los llamó a apoderarse de estas tierras de océano a océano), exterminaron, esclavizaron y redujeron a los sobrevivientes a vivir confinados en reservas dadas en fideicomiso por el gobierno federal.

Entre los muchos atropellos y vejámenes que los nativos han tenido que enfrentar desde entonces, estuvo la Ley de Remoción de Indios (Indian Removal Act), firmada por el presidente Andrew Jackson en 1830. Esta ley autorizó al ejército a expulsar de sus tierras ancestrales a decenas de miles de indígenas de los estados del sureste, a fin de que los nuevos colonos blancos pudieran establecerse en ellas, por ser tierras fértiles para la agricultura y para que los colonos blancos en estos estados avanzaran “rápidamente en población, riqueza y poder”, como afirmó Jackson en su discurso a la nación ese mismo año. Entre las numerosas justificaciones para arrebatar las tierras a los nativos, el presidente Jackson dijo en ese mismo discurso: “Es cierto que esas tribus no pueden existir rodeadas de nuestros asentamientos y en continuo contacto con nuestros ciudadanos. Ellos [los indios] no tienen ni la inteligencia, ni la industria, los hábitos morales, ni las ganas de mejorar, que son esenciales para cualquier cambio favorable en su condición. Establecidos en medio de otra raza superior, y sin apreciar las causas de su inferioridad ni tratar de controlarlas, necesariamente deben ceder a la fuerza de las circunstancias y desaparecer antes de mucho tiempo” (3).

En los siguientes años, poblaciones enteras de seminoles (de Florida), creeks, cherokees (de la actual Georgia, en cuyas tierras los colonos habían descubierto oro), choctaws y chickasaws, entre otros, fueron arrancados a la fuerza de sus territorios tribales, pese a que muchos de estos pueblos ofrecieron una feroz resistencia. Decenas de miles de nativos con identidad, y una rica cultura e historia, fueron obligados a irse de sus tierras en carretas, o a pie, con sus animales y algunas pertenencias desde los actuales Mississippi, Alabama y Tennessee, y llevados más al oeste, a los actuales estados de Arkansas y Oklahoma, a reservaciones que el gobierno federal llamó Territorio Indio. Tierras que, como casi todas las reservas, están localizadas en terrenos no aptos para la agricultura ni la ganadería y con muy escasos recursos naturales. Los cherokees habrían de llamar a ese desplazamiento forzado, el Sendero de lágrimas. Al menos 100 mil cherokees, hombres, mujeres y niños, tuvieron que abandonar sus tierras; en el camino, no menos de 15 mil murieron de hambre, frío, fatiga, maltrato y enfermedades. Ni este pueblo, ni ninguna de las tribus desplazadas, pudieron volver jamás a sus territorios originales.

Un punto de inflexión en este desalojo territorial fue la Ley Dawes de 1887 o Ley de Propiedad Individual, cuya finalidad última era buscar la desaparición de las poblaciones indígenas, forzándolas a mezclarse de manera individual con el resto de la sociedad. Hablar de mezclarse, por supuesto, era, y es, un eufemismo, dada la radical segregación étnica, racial y social que ha caracterizado a los Estados Unidos. La ley buscaba en realidad seguir arrebatándoles las últimas porciones de tierras nativas en las reservaciones, cuyas parcelas podían ahora ser vendidas legalmente por los indígenas a la población blanca, y ellos y sus familias irse a vivir en pueblos y ciudades, en los vecindarios más empobrecidos.

Una de las promotoras de esta ley de asimilación, la antropóloga Alice Fletcher, afirmó que por medio de esta ley, “el indígena puede convertirse ahora en un hombre libre; libre de la esclavitud de la tribu; libre del dominio del sistema de reservas; libre para formar parte de nuestra ciudadanía. Este proyecto de ley, por tanto, puede ser considerado como la Carta Magna de los indígenas de nuestro país”. Por su parte, el congresista Henry Dawes, quien promovió esta ley, expresaba “su fe en el poder civilizador de la propiedad privada con la afirmación de que ser civilizado consistía en ‘usar ropa civilizada... cultivar la tierra, vivir en casas, andar en carros Studebaker, enviar a los niños a la escuela, beber güisqui [y] tener propiedad’” (4).

Los efectos de la Ley Dawes fueron desastrosos. Las reservas indígenas hasta ese entonces consistían de un promedio de 150 millones de acres. Tan solo 20 años más tarde, los nativos habían perdido 90 millones de acres, el equivalente a dos tercios de esa tierra, y los beneficios para los nativos fueron prácticamente nulos en lo económico, debido a que terminaron recibiendo mucho menos dinero que el prometido, y el escaso dinero se gastó en poco tiempo. Uno de los mayores efectos de esta ley fue el deterioro de la cohesión cultural y espacial de los nativos, con la casi desaparición del sistema de reservas.

Dicha ley estuvo en vigencia hasta 1934, cuando fue reemplazada por la Ley de Reorganización Indígena (Indian Reorganization Act), después de que el gobierno concluyera un estudio que revelaba la brutal pobreza de las reservas, la desnutrición, el hambre, la muerte prematura por falta de cuidado a los infantes, y los abusos de todo tipo cometidos en los internados, donde eran enviados los niños para rechazar su cultura y lengua y ser reeducados en la cultura anglosajona. La nueva ley, promulgada en plenos comienzos de la Gran Depresión, fue parte del Nuevo Pacto (New Deal) del presidente Franklin D. Roosevelt. Con ella se detuvo la venta de territorios indígenas a los no nativos, y se asignaron nuevas tierras de fideicomiso para que funcionaran como reservas indígenas. Hoy día, la gran mayoría de los 56 millones de acres en que se localizan las reservas son tierras en fideicomiso, propiedad del gobierno federal, y solo un 5 porciento son tierras compradas por individuos de esas tribus, con título de propiedad, pero con leyes que restringen su uso.

Dos aspectos destacados de la nueva ley de 1934 es que garantizaba la autonomía de las tribus para gobernarse a sí mismas y establecía nuevas relaciones legales con los estados; como siempre, claro está, bajo la tutela y las imposiciones del gobierno federal. Como resultado de estas nuevas realidades, los nativos organizaron en 1944 el Congreso Nacional Indígena Estadounidense (National Congress of American Indians), que ha mantenido una lucha por sus derechos y su reparación como pueblos originarios. Sin embargo, las limitaciones de maniobra para crear una mejor infraestructura interna y las desiguales relaciones con los gobiernos estatales siguieron manteniendo marginadas a estas poblaciones, como lo siguen hasta hoy.

La década de los 60 traería un momento importante en la historia de los nativos estadounidenses, cuando se sumaron al movimiento nacional por los derechos civiles. Fue el tiempo del Movimiento Chicano, las Panteras Negras (Black Panters), Martin Luther King, Jr. y Malcolm X, como figuras prominentes de los afroestadounidenses, y los Young Lords puertorriqueños. Entre ellos, miles de indígenas, sobre todo los más jóvenes, crearon el Movimiento Poder Rojo (Red Power), enfocado en la lucha por la completa autonomía y en renovar el trabajo del Congreso Nacional Indígena. Contribuyeron también a formar el Movimiento Indígena Estadounidense (American Indian Movement) y el Concilio Nacional Juvenil Indígena (National Indian Young Council), orientados a organizar un movimiento de desobediencia civil por el derecho a administrar sus territorios y tomar sus propias iniciativas de desarrollo financiero, con el lema acción masiva, militante y unificada.

En 1979, pocos años después de que el movimiento por los derechos civiles había entrado en una etapa más pasiva en el activismo sociopolítico, la tribu de los seminoles, en Florida, comenzó a reemplazar sus tradicionales espectáculos con cocodrilos, que por años fue una manera como algunos miembros de la tribu atraían turistas y se ganaban la vida. En su lugar, abrieron el primer salón de bingo manejado por indígenas de los Estados Unidos. Debido a que, según la Ley de Reorganización Indígena de 1934, los estados no pueden intervenir en ciertas decisiones tribales, el estado de Florida no pudo prohibir el juego del bingo. Este salón de juegos se convirtió luego en un casino exento de impuestos, y en pocos años era ya un negocio millonario.

El segundo caso fue el de la nación cahuila, de la cual forman parte las Reservas Indígenas Cabazon y Morongo, en el sur de California. En 1980, los cabazon comenzaron un club de póquer que enfrentó la oposición de las autoridades locales del condado de Riverside. Por medio de abogados, la tribu llevó su demanda por el derecho a tener juegos de azar ante las autoridades de California, algunas de las cuales querían vincular estos juegos con la criminalidad. Los cahuila cabazon elevaron su pleito ante la Corte Suprema de Justicia. En 1987, la Corte promulgó la célebre Decisión Cabazon sobre el derecho de los indígenas a tener juegos de azar, enfatizando que las leyes de California no catalogaban estos juegos como actividades ilegales, y que más bien los auspiciaba a través de la lotería estatal.

En 1988, bajo el gobierno de Ronald Reagan, se aprobó la Ley de Reglamentación de los Juegos de Azar en Territorio Indio, que inició la era de los casinos a nivel nacional. Ese mismo año se creó la Comisión Nacional Indígena de Juegos de Azar (National Indian Gaming Commission) para servir de ente regulador, entre otras cosas, para la distribución de los beneficios económicos, incluyendo juegos sociales y de beneficencia, bingo, casinos y máquinas tragamonedas. En la actualidad, después de 35 años, hay 547 casinos tribales activos en 248 reservas indígenas en 29 estados del país. Algunas reservas son dueñas de más de un casino y salones de juego, ubicados en la misma reserva, en otras comunidades indígenas, o cerca de las reservas.

Los casinos tribales que se anuncian en grandes vallas publicitarias, han llegado a convertirse en el segundo mayor generador de ganancias por juegos de azar en el país, con un ingreso, solo en el año fiscal de 2021 a 2022, de más de 39 mil millones de dólares, como se mencionó anteriormente. (El primer generador de ganancias por juegos de azar es el conjunto de casinos y casas de juego no-indígenas a nivel nacional, que en el mismo período obtuvo ingresos de más de 60 mil millones de dólares).

Como sucede por lo regular en el mundo de los negocios, los casinos indígenas también dependen de inversionistas, asesores y administradores externos a la tribu, que a menudo son los verdaderos dueños. Estos inversionistas y personas no nativas controlan las operaciones del casino y los demás negocios con los que están asociados, y por tanto las ganancias están altamente diversificadas y distribuidas en una red compleja de empleados, accionistas y beneficiarios.

En este punto, volvemos a las preguntas iniciales de cómo y por qué casi el 50 por ciento de las reservas indígenas derivaron en espacios para el negocio de los juegos de azar y apuestas. Una razón básica es porque la mayoría de las reservas indígenas no tienen recursos naturales suficientes, y carecen de otros medios para generar ingresos. En el proceso de conquista y desplazamiento de los nativos, los colonos anglosajones se apoderaron de las mejores tierras cultivables y con fácil acceso a sistemas de riego por su cercanía a diversas fuentes de agua. El Sistema de Información de Territorios Nativos (Native Land Information Systems), reportó en 2017 que el 86.33 porciento de las mejores tierras de cultivos estaban en manos de agricultores no-nativos, que tenían un 81.10 porciento de esas tierras adecuadamente irrigadas. En cuanto a ganadería, los no-nativos tenían la vasta mayoría de vacas y terneros (72.16 por ciento) y el 99.80 por ciento de terrenos para cultivo de vegetales. La investigación concluyó que, como consecuencia, las reservas indígenas “apenas lograban producir [para su propio consumo], un 12.89 por ciento de los productos agrícolas en sus propias tierras… y esta disparidad racial en la agricultura en las tierras nativas es cada vez peor” (5).

Los nativos encontraron, pues, una vía de gestión económica en los casinos y una industria turística de juegos de azar y entretenimiento que no les requería ni depender de la tierra árida donde están sus reservas, ni de la ganadería, ni de otras iniciativas industriales y empresariales, para las que nunca habían tenido apoyo del gobierno nacional ni estatal, ni de la empresa privada. Los casinos no fueron una varita mágica, pero sí un proyecto viable, porque habrían de encontrar inversionistas y gente ajena a las tribus que estaba dispuesta a ser parte del desarrollo de ese proyecto. No hubo antes el mismo entusiasmo para ayudar con otras posibles formas de desarrollo. Con los años, muchas tribus se embarcaron en esa aventura que ha demostrado darles un éxito medible ante todo en términos económicos. Éxito que a la vez está marcado por una gran desigualdad entre los casinos, debida en buena parte a las facilidades de acceso y de qué tan cerca o lejos están de las ciudades de donde vienen sus clientes.

Entre quienes defienden la existencia de los casinos indígenas están los que consideran que esa ha sido la forma como algunas tribus han logrado salir de la pobreza y la marginación históricas. Los  miles de millones de ingresos parecieran mostrar por sí solos el músculo económico de esta industria, en cantidades antes inimaginadas por las comunidades indígenas. Pero hay que tener en cuenta que, por las regulaciones del gobierno nacional y estatal, muchas de esas ganancias deben ir a diversas fuentes, como escuelas, programas sociales, pagos a empleados, impuestos a los salarios de los empleados, mantenimiento, ayudas a tribus que no tienen casinos y contribuciones a programas sociales fuera de la reservas, entre muchos otros.

Además de esto, la industria de los casinos indígenas resulta una gestión conveniente para el gobierno federal, porque reduce dramáticamente lo que tendría que aportar en inversión social y de infraestructura en las tribus. El gobierno termina obteniendo así más ingresos que gastos en las tribus que tienen casinos y promoviendo una forma de asimilación cultural de los nativos.

A la par de este auge de los casinos nativos, más de la mitad de las tribus del país (incluyendo las de Alaska y Hawaii), se han resistido a entrar en el mundo de los juegos de azar. Muchos de sus líderes y de sus pobladores expresan preocupación en el sentido de que el tipo de vida que involucra este negocio terminará por debilitar y destruir aún más sus culturas, valores y tradiciones. Detrás del éxito comercial y económico de los casinos, del que se beneficia materialmente una parte de la comunidad indígena, existen numerosos problemas que este negocio añade a la situación vulnerable de la población nativa.

Algunos de estos problemas saltan a la vista. En internet, por ejemplo, pueden verse documentales, como el titulado Native Americans Casinos: A Cursed Fortune? Opulence, Cons and Tribal Expulsions (Casinos de nativos estadounidenses: ¿una fortuna maldita? Opulencia, contras y expulsiones tribales). Este documental aborda problemas internos, como la distribución de las ganancias, en la cual hay una enorme desproporción. En ocasiones algunas familias son excluídas de recibir beneficios, porque se considera que su blood quantum no es suficientemente indígena. El blood quantum es la cantidad de “sangre indígena” que se le atribuye a cada persona de la tribu, basada en una ecuación matemática que determina la porción de sangre del individuo, basada en los registros originales de la tribu, que luego se cuentan en las listas del censo. En la actualidad hay casos de familias que han pertenecido por generaciones a la tribu, que han sido excluidas de los beneficios económicos de los casinos porque los líderes tribales no reconocen que tienen un blood quantum suficiente para considerarles miembros legítimos. De esa manera los administradores de los casinos evaden el tener que repartir ganancias con ellos. Esto ha producido pleitos legales, conflictos y divisiones en el interior de las tribus.

En términos proporcionales, la riqueza generada en el 45 porciento de las tribus que tienen la industria de los casinos no ha logrado revertir significativamente las condiciones de pobreza en que sigue viviendo la mayoría de los más de seis millones de personas que se autoidentifican como nativos, y en particular de los que viven en las reservas. Críticos nativos señalan también el aumento de la corrupción entre los lideres comunitarios, las denuncias de manejo indebido de las ganancias, chantaje y soborno. Muchos de ellos ven la economía de los juegos de azar y las apuestas, como contraria a los valores que han tenido por siglos. Apuntan también al aumento de crímenes relacionados con la actividad de los casinos, como el tráfico de personas, desaparición de personas (sobre todo de muchachas indígenas adolescentes), el incremento del alcoholismo, la drogadicción, la prostitución, el suicidio, la división y desigualdad entre las tribus y la deserción escolar. Muchos de esos problemas están presentes también en las tribus que no tienen casinos, como en los casinos no-nativos.

Desde hace tiempo los indígenas participan, casi inevitablemente, en mayor o menor medida del estilo de vida de la sociedad estadounidense: capitalismo, individualismo, influencia cultural de los medios de comunicación, medios sociales, educación, trabajo en el campo, o en las ciudades. Mantener la cultura propia, tradicional en el mundo contemporáneo, es un ejercicio de reafirmación difícil, aunque muchos de ellos, hombres y mujeres, luchan para que no desaparezcan sus idiomas, costumbres, danzas, creencias religiosas, vestuario y alimentación.

 En esas condiciones, ¿será posible para las comunidades, pueblos y tribus mantener esa esperanza en el presente y futuro, cuando las tierras donde viven pertenecen al gobierno federal y su autonomía es prácticamente inexistente? ¿Será posible avanzar para que la economía generada por los casinos no termine por destruir sus culturas, y en cambio se traduzca en diversificar y encontrar nuevos caminos de producción colectiva, con tecnologías sostenibles, de las cuales han sido gestores y guardianes durante siglos?

La poeta mojave Natalie Díaz, profesora de poesía moderna y contemporánea en la Universidad Estatal de Arizona, quien lucha por preservar la lengua de su pueblo, tiene claro que la guerra nunca terminó y de algún modo comienza nuevamente. Una y otra vez. Una lucha contra la asimilación y el materialismo anclada en un gobierno y una sociedad dominantes, que buscan mantenerlos sujetos a sus propias condiciones. Repensando y reencontrando siempre un camino propio a su existencia en esta tierra, que fue, y sigue siendo, su tierra original nunca cedida.

 

Fuentes citadas:

1) Postcolonial Love Poem. Natalie Díaz. Graywolf Press, 2020.

2) “Indian gaming revenues hit record $39 billion despite COVID-19”, por Acee Agoyo. Indianz.com, 10 agosto, 2022.

3) “President Andrew Jackson’s Message to Congress ‘On Indian Removal’” (1830). Milestone Documents. National Archives. Consultado 20 febrero, 2023.

4) “Roots of Progressism” (Raíces del progresismo). Nebraska Studies, 30 de junio de 2017.

5) “The Racial Disparity in Agriculture on Native American Reservations”. Native Land Information System. Consultado el 22 de febrero, 2023.

 

Libros recomendados:

-The Other Slavery. The Uncovered Story of Indian Enslavement in America, por Andrés Reséndez. First Mariner Books edition, 2017.

-An Indigenous People’s History of the United States, por Roxanne Dunbar-Ortiz. Beacon Press, 2014.

-Unworthy Republic. The Dispossession of Native Americans and the Road to Indian Territory, por Claudio Saunt. W.W. Norton & Co., 2020.

- Indian Gaming and Tribal Sovereignty: The Casino Compromise, por Steven Andrew Light and Kathryn Rand, University Press of Kansas, 2005.

(Publicado en Hispanic LA, 8 de marzo, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

¿Parque de la Amistad o de la Infamia?

Muro frente al Parque de la Amistad visto desde el lado mexicano. Foto del autor

“Los atravesados viven aquí:”

—Gloria Anzaldúa, en Bordelands/La Frontera

6 febrero, 2023. El año 2023 no empezó con buenas noticias ni para el presente ni el futuro del llamado Parque de la Amistad. Este parque es un espacio fronterizo de dos mil metros cuadrados entre las Playas de Tijuana, México y los Estados Unidos, y ha sido por décadas el único punto de encuentro físico entre miembros de familias mexicanas que no tienen visa para entrar a EE UU, y familiares que viven en EE UU con status legal pero con restricciones para salir del país. Los visitantes a ambos lados de la frontera podían verse y hablar a través de una estrecha hilera de postes de cemento de cinco metros de alto y una tupida malla de acero. Entonces vino el Covid-19 y, con el pretexto de evitar contagios, el entonces presidente Trump ordenó cerrar el parque a principios de 2020 y se empezó a hacer un doble muro de metal de más de nueve metros de alto como parte de su plan de construir un muro a lo largo de toda la frontera sur. Con la llegada de Biden a la presidencia hubo un momento de alivio en agosto del año pasado cuando el nuevo presidente suspendió la construcción del muro. Sin embargo, apenas empezando el nuevo año, Biden dio marcha atrás y ha autorizado continuar su construcción, de acuerdo al plan de Trump. La única diferencia propuesta es que se dejará un pequeño espacio del actual muro de cinco y medio metros de alto y la malla de acero donde las personas todavía podrán verse por un corto tiempo y bajo la estricta vigilancia de los guardias fronterizos.

La noticia es devastadora para las miles de personas que creían que bajo el gobierno de Biden las políticas migratorias y fronterizas con México serían más favorables. Las familias y amigos a ambos lados de la frontera han dependido de los diminutos agujeros de la malla metálica, para poder verse, conversar y tocarse al menos los dedos de la mano por unos instantes, como reos de una cárcel que se extiende a los dos lados de la frontera. Ahora, hasta ese pequeño consuelo está en peligro de acabarse.

El Parque de la Amistad no es en realidad un parque y mucho menos de amistad. Lo que sí ha sido es una muestra tangible de las relaciones de desigualdad y dominio que siempre han existido desde que los Estados Unidos se apoderó, a través de la guerra, la invasión y el Tratado de Guadalupe Hidalgo, de más de la mitad del territorio mexicano en 1848, incluyendo los terrenos donde hoy día se ubica el parque. Fue allí donde el gobierno de los Estados Unidos construyó en 1851 el Monumento Mesa, un hito piramidal de mármol italiano para demarcar los límites de la recién estrenada frontera entre los dos países. En los años siguientes, los Estados Unidos construyó hitos parecidos a lo largo de los más de tres mil kilómetros de frontera de este a oeste. El Monumento Mesa fue vuelto a hacer con muy pocos cambios al diseño original y se le renombró Monumento 258 para indicar el número total de estos demarcadores fronterizos. La mitad de su estructura está en territorio de EE UU y la otra parte en territorio mexicano. Cuando le mostré a una persona una imagen del monumento, me dijo casi sin pensarlo, “parece una capucha del KKK”. La observación no estaba lejos de ser visual e históricamente cierta.

El parque tiene ya una historia de más de 50 años. En 1971, durante su mensaje al Congreso, el presidente Richard Nixon informó sobre la donación de más de 150 mil hectáreas de terrenos colindantes con la frontera del sur de California, frente a un estuario del Océano Pacífico, para el desarrollo del nuevo Parque Estatal Fronterizo de California (California’s Border Field State Park), que era hasta la fecha propiedad de la Fuerza Naval estadounidense. Dentro de los terrenos de dicho Parque Estatal, justo en el área del Monumento 258, se creó el Friendship Circle (Círculo de la Amistad), conocido también como Friendship Park (Parque de la Amistad), un proyecto binacional que pretende ser una expresión de amistad entre los Estados Unidos y México.

La Primera Dama de los EE UU, Pat Nixon, fue comisionada en agosto de 1971 para hacer la inauguración del Parque Estatal Fronterizo y del Parque de la Amistad. Al final de una ceremonia condescendiente y paternalista pidió a su guardia personal que retiraran por un momento la cerca de alambre de púas que separaba las dos fronteras y entró a territorio mexicano donde la multitud de espectadores la saludó fervorosamente, según reseñaron los diarios.  La señora Nixon deseó que a “nuestros amigos del sur” les fuera bien como “a nosotros en nuestra playa”, e invitó a plantar árboles y flores “para convertirlo en una tierra de playa atractiva para todos”. Luego remató, “Espero que no haya una valla aquí por demasiado tiempo” (1). En las dos décadas siguientes, en efecto, las familias mexicanas a cada lado podían encontrarse en el Parque de la Amistad, separados solo por una cerca de alambre de púas que impedía el paso y con la vigilancia de la guardia fronteriza.

En 1994, bajo el presidente Clinton, las cosas cambiaron por el incremento de migrantes indocumentados en busca de asilo y la continuación de la guerra contra las drogas iniciada por Nixon en 1971. El gobierno federal lanzó la Operation Gatekeeper (Operación Guardián) y los controles de aduana e inmigración se hicieron más estrictos. Uno de los efectos inmediatos fue la construcción de un muro de metal a lo largo del Parque de la Amistad que reemplazó la antigua cerca de alambre. El atentado a las torres gemelas en Nueva York en 2001, cambió las cosas aún más dramáticamente, afectando, como de costumbre, sobre todo a los mexicanos y a los migrantes de América Latina. Estados Unidos creó el Departamento de Seguridad Nacional (DSN), una de cuyas prioridades fue fortalecer los controles en la frontera sur, con la premisa de impedir el acceso a posibles terroristas. (Hay que anotar que a la frontera con Canadá no se le dio la misma atención de vigilancia, como prácticamente nunca se le ha dado).

Aún en medio de estos severos controles, grupos comunitarios de base de ambos lados de la frontera, con apoyo de arquitectos paisajistas, jardineros y voluntarios comenzaron en 2007 el Jardín Binacional de Plantas Nativas que buscaba ayudar en el mantenimiento del equilibrio ecológico natural a través del muro, y a la vez servir como un testimonio de la esperanza de mejores y cordiales relaciones entre los Estados Unidos y México. El proyecto de plantación y cuidado del Jardín quedó en manos de estudiantes de secundaria tanto de Tijuana como de la ciudad fronteriza estadounidense de San Diego.

Sin respeto a estos gestos de solidaridad entre la población civil, el Departamento de Seguridad tomó control del Parque Estatal Fronterizo de California y en 2008 a través de la Guardia Fronteriza empezó la construcción de una triple valla fronteriza. Un año más tarde construyó una segunda barrera frente al Monumento Mesa. A los visitantes del Parque de la Amistad en los Estados Unidos se les impidió por la fuerza acercarse a este lugar histórico. El lado norte la frontera comenzó a parecerse más y más a una zona de guerra, con helicópteros sobrevolando, guardias fuertemente armados, sirenas, reflectores y cámaras de vigilancia de alta potencia. Mientras tanto, en Playas de Tijuana, al lado mexicano, la gente siguió escuchando música, comiendo en sus restaurantes, disfrutando de la playa y desplegando arte y cultura aún sobre la superficie del muro fronterizo.

No contenta con la construcción de la valla metálica, la Guardia Fronteriza siguió reduciendo las posibilidades de contacto entre las familias a ambos lados de la frontera. Una de estas acciones adicionales fue la instalación de una tupida malla de metal que impidió que las personas pudieran compartir cosas entre sí, además de casi impedir que las personas puedan verse a través de la malla. Las visitas antes de la pandemia estaban limitadas solo a los sábados y domingos de 10 de la mañana a dos de la tarde y solo se permitían 25 personas a la vez. Para poder llegar hasta el área del Monumento 258, donde está el Círculo de Amistad, los visitantes por el lado de los Estados Unidos tienen que caminar por más de dos kilómetros bajo el sol o la lluvia, mientras que la gente en suelo mexicano simplemente se desplaza con libertad frente al muro.

Hace tres años, a comienzos de 2020, sin ningún aviso previo, la Patrulla Fronteriza de San Diego empleó buldozers para destruir por completo el Jardín Binacional y todos sus senderos, lo que generó una protesta en diversos medios locales, nacionales e internacionales, obligando a las autoridades a pedir disculpas y facilitar que se rehiciera el Jardín, aunque fuera parcialmente. Por el momento, la construcción del Jardín está en suspenso mientras se siguen los planes de construir el nuevo muro de metal sólido. 

Una de las agrupaciones que ha estado trabajando más ardua y consistentemente en protestas y acciones por la defensa del Parque de la Amistad y del Jardín Binacional es Amigos del Parque de la Amistad (Friends of the Friendship Park), una coalición comunitaria de individuos y organizaciones sociales y religiosas a ambos de la frontera. Este grupo de activistas señalan que el plan de construir el muro, como está propuesto, “profana el sentido binacional del parque, deteriora las conexiones y la amistad entre los pueblos de Estados Unidos y México, obstruye la vista al océano desde ambas naciones y destruye nuevamente el jardín de plantas nativas del Parque de la Amistad” (2). Esta nueva muralla no solo hará más difícil y traumática la vida de las personas que acostumbraban ir allí a ver a sus seres queridos a lado y lado de la frontera, sino que, de acuerdo al periódico The San Diego Union-Tribune, desde que “la administración Trump incrementó la altura del muro a 30 pies [poco más de 9 metros] en muchos lugares, incluyendo otras partes del área de San Diego […] los médicos que trabajan en los hospitales cercanos han notado un marcado incremento de accidentes y muertes de personas tratando de escalar el muro” (3).

Debería resultar obvio después de 175 años desde la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo que los problemas de la frontera entre los dos países no se resolverán a punta de represión y despotismo. Tampoco se resolverán mientras no se traten a profundidad y con honestidad los problemas históricos, entre ellos la migración forzosa, generados en buena parte por el intervencionismo militar, político, económico y territorial de los Estados Unidos en México y América Latina.

Mientras eso ocurra, como escribió la poeta, escritora y activista Gloria Anzaldúa, una de las voces más prominentes sobre las luchas de los mexico-estadounidenses, “La frontera México-Estados Unidos [seguirá siendo] una herida abierta donde el Tercer Mundo roza contra el primero y sangra. Y antes de que se forme una costra sangra de nuevo, la sangre de dos mundos uniéndose para formar un tercer país, una cultura de frontera. Las fronteras están establecidas para determinar los espacios que son seguros y los que no, para distinguirnos a nosotros de ellos” (4). La frontera que atravesó a los mexicanos que ya estaban ahí antes de que los estadounidenses plantaran el Monumento 258.

Y es sobre la base de esa conversación y sus reparaciones que un día se podrá construir, quizás, una verdadera amistad entre los dos pueblos, que son una diversidad de pueblos y de historias. La pregunta es si eso llegará a ser realidad un día. El anuncio de que la construcción del muro en el Parque de la Amistad sigue, pone en duda esa posibilidad.

Fuentes citadas:

1) Friendship Park History. Página oficial de Friends of the Friendship Park. Consultado en enero 28, 2023.

2) “Defensores de parque fronterizo en San Diego deploran construcción de muro”. The San Diego Union-Tribune. EFE. 19 de enero, 2023.

3) “Biden administration to resume construction of taller border barrier at Friendship Park”, por Kate Morrissey. The San Diego Union-Tribune, 17 de enero, 2023. 

4) Borderland/La Frontera. The New Mestiza, por Gloria Anzaldúa. Aunt Lute Books Co., 1987.

(Publicado en Hispanic LA, 7 febrero, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Tratado de Guadalupe Hidalgo: un legado de violencia, usurpación y xenofobia

Playa y muro en Tijuana que separa México de EE UU

Ya parte el galgo terrible

a matar niños morenos.

Ya parte la cabalgata

la jauría se desata

exterminando chilenos

ay que haremos, ay que haremos

ya parte la cabalgata,

ay que haremos, ay que haremos.

Con el fusil en la mano

disparan al mexicano

y matan al panameño

en la mitad de su sueño.

Buscan la sangre y el oro

los lobos de San Francisco,

golpean a las mujeres

y queman los cobertizos.

—Pablo Neruda, en Fulgor y muerte de Joaquín Murieta

16 enero, 2023. Este 2 de febrero se cumplen 175 años de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848-2023), sin duda el documento más significativo y determinante de la larga y conflictiva historia de México con los Estados Unidos. Por extensión, hay que decir que este sería también uno de los documentos de mayor importancia para las relaciones futuras de los Estados Unidos con el resto de América Latina porque mostró lo que EE UU estaba dispuesto a hacer con los demás países al sur del continente y el Caribe. Cuando Estados Unidos impuso los términos de este acuerdo de paz, que sellaría el fin de la guerra mexico-estadounidense de 1846-1848, el país del norte se terminó apoderando de más del 50 porciento del territorio mexicano, equivalente a cerca de 2 millones 400 mil kilómetros cuadrados, donde vivían un promedio de cien mil ciudadanos mexicanos.

La invasión y posesión de tierras mexicanas ya había comenzado antes y durante la guerra a través de múltiples escaramuzas. Una de ellas fue la incursión militar en los territorios mexicanos del oeste, comandada por el general John C. Fremont, quien en 1847 ya había dominado militarmente el enorme estado mexicano de la Alta California. La otra acción expansionista, de consecuencias geopolíticas más inmediatas, fue la anexión de facto del estado mexicano de Texas en 1845. Un territorio al que México había invitado a colonos angloestadounidenses a vivir allí, con la condición de que juraran lealtad a México, aprendieran español y se hicieran católicos. Resultado: con el crecimiento de la población anglo, estos terminaron adueñándose de Texas, no aprendieron español y siguieron siendo protestantes, o de cualquier otra creencia que tuvieran. Y claro, ante la resistencia del gobierno mexicano de aceptar la anexión de Texas, el presidente James K. Polk le declaró la guerra en 1846 y envió sus tropas al vecino del sur.

Fue la excusa perfecta para adelantar sus planes de conquista territorial ante un México debilitado por divisiones políticas internas y una devastadora crisis financiera dejada por las guerras de independencia. En dos años de guerra desigual y feroz, las fuerzas navales y de tierra de los Estados Unidos ocuparon México y se tomaron la capital. Reunidos los delegados de los gobiernos de Polk y del presidente interino Manuel de la Peña y Peña en la villa de Guadalupe Hidalgo, México no tuvo otra opción que firmar el infame acuerdo de paz, redactado e impuesto por los Estados Unidos. Aquel 2 de febrero de 1848, Estados Unidos se anexó, además de Texas, los estados de la entonces llamada Alta California y Nuevo México, en lo que hoy día son los estados de Nuevo México, Arizona, California, Nevada, Colorado, Utah y una porción del actual Wyoming.

Cinco años más tarde, en 1853, Estados Unidos, alterando los límites geográficos impuestos por ellos mismos en el Tratado de Guadalupe Hidalgo, presionaron a Santa Anna, entonces presidente de México, a firmar el Tratado de Mesilla (o Compra de Gadsden) por medio del que se apropiaron de 76 mil 845 kilómetros más de la frontera sur. Aprovechándose de la emergencia económica mexicana, Estados Unidos pagó una indemnización de 10 millones de dólares, y añadió territorio no solo de Arizona y Nuevo México, sino también de California, Sonora y Chihuahua.

Para entender los motivos de estas acciones expansionistas y del intervencionismo de los Estados Unidos desde el siglo 19 hasta hoy, hay que destacar, así sea brevemente, la noción básica y fundacional de este país, que es la del excepcionalismo: la creencia inculcada entre sus dirigentes y sus pobladores ingleses desde los tiempos de la colonia, y desarrollada a partir de la independencia, de ser un pueblo único y diferente a todos los demás, con un sentido de misión política y religiosa hacia las demás naciones del mundo. En la práctica, este paradigma tuvo dos expresiones en el siglo 19 que impactaron primeramente a México y luego al resto de América Latina: la doctrina Monroe y el destino manifiesto.

La doctrina Monroe fue promulgada en 1823 por John Quincy Adams durante el gobierno de James Monroe, y luego bajo la presidencia de Adams en el siguiente período. Impulsó una estrategia a través de la cual los Estados Unidos, empoderados como una nueva nación con pretendida superioridad moral y política, advirtió a los poderes monárquicos coloniales de Europa que cualquiera que quisiera intervenir en América Latina tendría que enfrentarse con ellos. De esa manera, prepotente y unilateral, Estados Unidos se autoproclamó “protector” de países que apenas estaban alcanzando sus independencias, a la vez que, tácitamente, se autoasignaba el derecho exclusivo para intervenir a su antojo en los asuntos de las demás naciones al sur del río Bravo.

Un segundo momento, ligado directamente al concepto del excepcionalismo, fue la creación del mito religioso del destino manifiesto: la noción de que los Estados Unidos habían sido llamados por Dios para extender su territorio a todo el continente. Basados en una artificial y conveniente adaptación de la historia bíblica de la conquista de la tierra prometida, los Estados Unidos se creían con el derecho divino de conquistar a los pueblos que encontraran a su paso y desarrollar así lo que sería una república imperial cristiana protestante/evangélica y anglosajona. Por encima de todo, eso: anglosajona. Por supuesto, esta construcción ideológica del supremacismo blanco se tradujo en una campaña sistemática de desplazamiento, esclavitud y exterminio de los pueblos nativos que encontraban a su paso, el tráfico y uso de más de 400 mil personas traídas como esclavos desde África, y el desprecio y sometimiento de la población mexicana que vivía en los estados mexicanos de Texas, Nuevo México y Alta California. Toda esa masiva campaña de conquista, sometimiento, muerte y esclavitud vendría a ser el origen de la gran acumulación de capital y el predominio político-militar que haría de EE UU una creciente potencia mundial desde la segunda parte del siglo 19.

Aunque la ideología del destino manifiesto había sido articulada por individuos como el presidente Andrew Jackson, el filósofo Ralph Waldo Emerson, y pensadores y escritores como Alexis de Tocqueville, el filósofo inglés John Locke, e inclusive el mismo poeta Walt Whitman, fue el periodista John O’Sullivan quien usó la frase por primera vez. En un artículo titulado “Anexión”, publicado en la revista Democratic Review, de Nueva York, en junio-julio, 1845, dice: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno” (1). Y en un editorial, publicado en New York Morning News, el 27 de diembre de 1845, O’Sullivan señala, “Texas es ahora nuestra... Su estrella y su raya ya se puede decir que han tomado su lugar en el glorioso blasón de nuestra nacionalidad común […] Ella entra dentro de la querida y sagrada designación de Nuestra Patria… California, probablemente, se separará próximamente de la débil adhesión que, en un país como México, mantiene a una provincia remota en una especie de dependencia levemente equívoca de la metrópoli. Imbécil y distraído, México nunca podrá ejercer ninguna autoridad gubernamental real sobre un país así… El pie anglosajón ya está en sus fronteras” (2).

En ese telón de fondo del excepcionalismo, la doctrina Monroe y el destino manifiesto se enmarca la guerra de Estados Unidos contra México y la imposición final del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. Un acuerdo de paz cuyos efectos se sintieron de inmediato en los ciudadanos mexicanos que quedaron de la noche a la mañana en territorio estadounidense, y que incluía la población indígena de California, Nuevo México y Texas. Como indicó José Mariano Salas, uno de los generales que peleó contra los Estados Unidos, con la derrota en la guerra y la anexión, “los mexicanos fueron reducidos a la humillante condición de ser extranjeros en su propia tierra” (3).

En su libro The Treaty of Guadalupe Hidalgo: A Legacy of Conflict, el profesor Richard Griswold del Castillo, elabora sobre la infinidad de ocasiones en que los Estados Unidos, y la población anglo que se estableció en los territorios conquistados, incumplió uno a uno los acuerdos del Tratado que garantizaban protección y derechos a la población mexicana. El tratado le daba la opción a los mexicanos que vivían ahora en territorio de Estados Unidos de irse para México o quedarse y convertirse en ciudadanos del nuevo país. Una mayoría optó por quedarse porque confiaba en que sus derechos civiles y de propiedad iban a ser respetados. Sin embargo, en la realidad se convirtieron en ciudadanos de segunda clase, enfrentados a la segregación, el racismo y a un sistemático bloqueo de sus derechos civiles, como el derecho al voto, la educación y el acceso a una vivienda digna. El gobierno creó la Junta de Comisionados de Tierra por la cual quienes no pudieran mostrar un título de propiedad eran desalojados de sus tierras y casas, que pasaban a ser propiedades públicas y eran adquiridas por los anglos. En cuanto al trabajo, los mexicano-estadounidenses quedaron reducidos a sujetos al servicio de los intereses de los recién llegados. Pronto se impuso el inglés y se prohibió hablar español, el idioma que por más de 300 años había sido la lengua oficial de California, Nuevo México y Texas.

La suerte de los indígenas en estos nuevos estados fue una de las más lamentables. La Constitución Mexicana de 1824 los había reconocido como ciudadanos mexicanos con plenos derechos. Pero bajo el Tratado de Guadalupe Hidalgo no fueron reconocidos como ciudadanos de los Estados Unidos, pese a que el artículo VIII del Tratado abarcaba el derecho a la ciudadanía para todos los ciudadanos mexicanos que se quedaran a vivir en Estados Unidos. Por el contrario, como dice Griswold, los nativos fueron “víctimas de asesinato, esclavitud, robo de sus tierras y hambre. [Solo en California] la población indígena se redujo en más de cien mil personas en dos décadas. Los blancos arrasaron las tierras tribales y su gente fue exterminada. La palabra genocidio no es muy fuerte para describir lo que les pasó a los nativos durante ese período” (4). El plan era el exterminio total porque de esa manera no habría quien reclamara sus tierras. Por su parte, los mexicanos de Nuevo México nunca obtuvieron sus derechos básicos como ciudadanos hasta 1912 cuando el estado fue incorporado a la nación.

La fiebre del oro en California, que empieza ese mismo año de 1848, atrajo una multitud no solo de angloestadounidenses sino de personas de América Latina, China y otras partes del mundo. Este aumento desbordado de nuevas personas puso también en cuestión la tenencia de tierras y propiedades de los californios (como se llamaba a los mexicanos del estado) y las disputas se acrecentaron desde todos los frentes. El maltrato, la violencia y el crimen aumentaron no solo contra los de ascendencia mexicana, sino contra todos los latinoamericanos recién llegados, los afrodescendientes, los indígenas y los asiáticos.

Esta época vio el surgimiento de grupos armados mexicanos luchando por recuperar las tierras que les habían sido usurpadas. La crudeza y maldad de esos años están reflejadas en la obra de teatro Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, de Pablo Neruda, que describe la historia del célebre bandido y héroe justiciero, en cuya historia se interesó Neruda cuando estuvo de visita en Berkeley en 1966. En la obra Murieta (o Murrieta) se identifica en ocasiones como mexicano y otras como chileno; un recurso narrativo que usó Neruda para vincular a toda América Latina, de norte a sur, en su crítica contra el intervencionismo de Estados Unidos en la región. Murieta es uno entre muchos, como Tiburcio Vásquez, Juan Cortina, y los cientos de agricultores y mineros chicanos que combatieron el dominio anglosajón en aquellos años inmediatamente posteriores al Tratado.

En medio de este panorama de opresión, muerte y saqueo, hay que tener en cuenta que ni sectores de México ni de los mismos mexicanos que quedaron atrapados como parte de un país extranjero aceptaron las imposiciones de los Estados Unidos pasivamente. Numerosos políticos militaron en el terreno político y judicial para tratar de disolver el Tratado. Entre ellos, el más prominente fue Benito Juárez. Aunque algunos dirigentes mexicanos consideraban que el acuerdo de paz había evitado la fracturación completa de México, para otros como Juárez dio ocasión al nacimiento de un nuevo nacionalismo en defensa de los intereses del país.

La lucha de los mexicano-estadounidenses contra el racismo, el prejuicio y la discriminación en este país se ha mantenido constante y puntual. Uno de los momentos claves de esa herida que se mantiene abierta, fue el surgimiento del movimiento chicano como parte de la lucha por los derechos civiles en la década de los sesenta y los setenta del siglo 20, en contra entre otras cosas del masivo y desproporcionado número de chicanos que eran enviados a la guerra de Vietnam. En el contexto de estas notas hay que mencionar a Reis López Tijerina, uno de los líderes por la tenencia de la tierra en Nuevo México, quien mantuvo una lucha intensa por la abolición del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Y a César Chávez, Dolores Huertas, José Ángel Gutiérrez y Rodolfo “Corky” Gonzalez y López Tijerina, quienes conforman el grupo de activistas más notables y visibles del movimiento chicano por la justicia social. O el grupo de los jóvenes chicanos Brown Berets (Boínas Café) que en 1972 se tomaron la Isla Catalina en el Pacífico californiano para hacer notar al mundo que dicha isla, junto a las demás del Archiélago de Norte y de los Farallones, no están mencionadas en el Tratado de Guadalupe Hidalgo y, por tanto, son territorios en disputa.

Numerosas voces, tanto en México como en los Estados Unidos, se han mantenido discutiendo sobre la legalidad y la posible nulidad del Tratado. Entre las más sonadas se encuentran las del excandidato presidencial y líder de la izquierda mexicana Cuauhtémoc Cárdenas y el abogado Guillermo Hamdan Castro, quienes en 2017 presentaron una propuesta a la nación mexicana de buscar la nulidad del Tratado de Guadalupe Hidalgo sobre la base de que este se realizó haciendo uso de la fuerza y la coacción. La potencial presentación de este caso ante la Corte Internacional de Justicia y la ONU buscaba denunciar el tratado con objetivos de reparación moral nacional y de auténtica indemnización.

A 175 años de dicho acuerdo de paz lo cierto es que la falaz excepcionalidad sobre la que se ha construido el mito del destino manifiesto no ha sido otra cosa que un instrumento de dominación que ha llevado enorme sufrimiento, despojo y muerte a centenares de miles de personas. Los fracasos repetidos de los Estados Unidos en los últimos 60 años, incluyendo la guerra de Vietnam, sus intervenciones desastrosas en América Latina durante la Guerra Fría, las invasiones políticas y militares fracasadas a países del Medio Oriente después del atentado a las torres gemelas en Nueva York, y el asalto al Capitolio en enero de 2020, muestran las contradicciones entre una fabricada vocación mesiánica de carácter moral cristiano y una arrogancia basada en última instancia solo en el poderío capitalista y militar. Estamos en cambio en un tiempo en que debemos replantear la historia de la nación. No en términos de hacer a “los Estados Unidos grandes otra vez”, sino de mirar hacia los verdaderos valores de la solidaridad y la igualdad humana ante los retos por la supervivencia y la sostenibilidad de la única Casa que todos compartimos.

Fuentes citadas:

1) “Annexation”, por John L. O’Sullivan. Democratic Review, Nueva York, julio-agosto, 1845.

2) Editorial, por John O'Sullivan, New York Morning News, December 27, 1845.

3) El Norte: La epopeya olvidada de la Norteamérica hispana, por Carrie Gibson. Editorial Edaf, 2022.

4) The Treaty of Guadalupe Hidalgo: A Legacy of Conflict, por Richard Griswold del Castillo. University of Oklahoma Press, 1990.

(Publicado en Hispanic LA, 18 enero, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

El racismo ambiental se cuela entre los códigos postales

Foto: Los Ángeles Times

 Padre, si no hay pinos

no habrá piñones, ni gusanos, ni pájaros.

Padre, donde no hay flores

no se dan las abejas, ni la cera, ni la miel.

……….

Padre, que están matando la tierra.

Padre, dejad de llorar

que nos han declarado la guerra.

         —Padre, canción de J.M. Serrat

 2 de enero, 2023. No parece que algo tan simple pueda ser una verdad tan tenebrosa. Y, sin embargo, lo es. En los Estados Unidos, el código postal, esto es, el lugar donde vive la gente, es el indicador más preciso para determinar sus potenciales riesgos de salud y de bienestar. Los códigos postales mostrarán, entre otras cosas, si sus habitantes viven o no en un área donde hay árboles y zonas verdes, que ayuden a mantener el aire más limpio y las temperaturas más frescas; o si están o no lejos de fábricas contaminantes, de pozos de extracción petrolera y de gas, o de autopistas donde se acumula la polución y el ruido. Dónde vivimos, en fin, determinará nuestra calidad de vida. No por elección, sino por diseño de un sistema de segregación y estratificación social, racial y étnico que tiene ya más de 90 años.

Aunque las prácticas abiertamente racistas han existido en el país desde su origen y se han expresado de incontables maneras, un punto de inflexión ocurrió durante el gobierno de Franklin D. Roosevelt y su Nuevo Pacto (New Deal) en la década de 1930, un programa de recuperación económica para salir de la Gran Depresión, el cual privilegió de manera absoluta a los estadounidenses blancos. Una de las áreas donde se manifestó de forma más brutal la discriminación racial de siempre fue cuando el Nuevo Pacto creó lo que secretamente las autoridades llamaban el redlining (trazados de líneas rojas en mapas urbanos), una planeación cartográfica a través de la cual a las personas  anglosajonas (blancas, caucásicas, eurodescendientes, o como queremos llamarlas) se les otorgaban préstamos hipotecarios para adquirir o construir viviendas en sectores selectos de las ciudades, mientras que a los grupos racializados (afroestadounidenses, latinos, asiáticos o cualquier otro que no cayera en la definición de blanco) les eran negados prácticamente sin excepción, por considerarlos peligrosos, es decir, que no iban a pagar los préstamos. De esa manera, la población blanca pudo comprar o construirse mejores casas y crear vecindarios privados y exclusivos, rodeados de vegetación y lejos, hasta donde fuera posible, de la contaminación ambiental. A la vez, las llamadas minorías poblacionales tuvieron que seguir enfrentándose a la falta de recursos y de apoyo financiero, tanto de los gobiernos como de la banca privada y por tanto imposibilitados para crear hábitats saludables.

La manera como está concebido el crecimiento de las ciudades de los Estados Unidos el día de hoy responde a ese esquema segregado. Una investigación realizada por la prestigiosa revista científica Nature Communications sobre el impacto ambiental en las poblaciones urbanas, cuyas conclusiones fueron publicadas en mayo de 2021, encontraron, entre otros hallazgos, que los vecindarios que fueron demarcados en rojo en la década de 1930 carecen o tienen un mínimo de zonas verdes. Esto hace que durante el verano las temperaturas sean excesivamente altas, ocasionando un promedio de 1.500 muertes anuales, debidas, entre otras cosas, a paro cardíaco, insolación y deshidratación. Es también la causa de otros problemas de salud como “pérdida de productividad laboral y decrecimiento en el aprendizaje” (1). A este fenómeno ambiental se le conoce como el efecto isla de calor urbano (SUHI, por sus siglas en inglés). Para el estudio se usó información provista por satélites de alta resolución que miden la temperatura y la composición sociodemográfica de las ciudades seleccionadas basada en el censo más reciente. Los investigadores hallaron que los sectores con códigos postales donde viven personas catalogadas como “gente de color” en las 175 áreas urbanas más grandes de los Estados Unidos, con la excepción de seis de ellas, experimentan el fenómeno de calor excesivo, con las consecuencias mencionadas en salud y en fatalidades.

El estudio indica que los planes de crear espacios verdes en vecindarios de bajos ingresos y comunidades racializadas puede ayudar a bajar la temperatura en el verano hasta en un 33.8°F. Pero esto, a la vez, subirá el precio de la vivienda y causará el desplazamiento y la gentrificación del vecindario. De modo que el círculo se cierra y las personas de bajos ingresos que viven en estos códigos postales “rojos”, que muchas veces no son dueñas de la casa o apartamento donde viven, son forzadas a irse a comunidades lejos de sus trabajos, o a quedarse a vivir allí a expensas de los peligros para su salud. De acuerdo con la misma investigación, los residentes afroestadounidenses son los que tienen el promedio más alto de exposición al calor, seguidos de los hispanos/latinos, mientras los residentes blancos no hispanos tienen la exposición más baja de calor en cada uno de sus vecindarios.

Al mismo tiempo, el problema de las temperaturas no es el único que padecen las personas clasificadas como minorías étnicas y raciales en las ciudades de los Estados Unidos. Los efectos de las políticas racistas se manifiestan de manera galopante en la presencia, por ejemplo, de pozos de extracción petrolera y gas, incrustados a pocos metros de distancia de las viviendas de poblaciones negras y latinas. Añadido a los daños a la salud por la extracción petrolera en zonas urbanas, están también otras situaciones originadas con el redlining como el hecho de que la mayoría de las autopistas atraviesan los sectores donde viven poblaciones racializadas y también fábricas y basureros municipales, todos ellos generadores de diversos tipos de polución. 

La Asociación Norteamericana del Pulmón en su informe anual de 2022 sobre el “Estado del Aire”, destaca una vez más la gravedad de la disparidad racial de vivir o no en zonas con aire contaminado. “Cerca de 19.8 millones de personas viven en 14 condados que fallan en tener condiciones saludables, y de ellos 14.1 millones son personas de color”, quienes por esta causa se hacen más propensos a adquirir enfermedades pulmonares como el asma; o muerte prematura, paros cardíacos y visitas de emergencia al hospital (2). Hay que apuntar que la tragedia humana de la injusticia racial climática de los EE UU no ocurre solo en las ciudades. También tiene un impacto descomunal en el campo debido a los pesticidas, las condiciones deplorables de vivienda, y a verse obligados a trabajar al rayo del sol a temperaturas superiores a los 100ºF, producto del cambio climático.

Pero con frecuencia, individuos y comunidades que sufren discriminación y asaltos continuos a su dignidad no se quedan callados, a pesar de la falta de representación. Este es el caso de Robert D. Bullard, un joven sociólogo afroestadounidense de Texas, quien en 1979 actuó como testigo experto en un caso legal en el que su esposa, la abogada Linda McKeever Bullard, representaba a Margaret Bean y a otros residentes de un barrio de clase media en Houston quienes se oponían a creación de vertedero de basuras cerca de sus residencias. Este fue el primer caso en la historia de los Estados Unidos de un caso legal de ecoambientalismo. Lo que llamó la atención fue el hecho de que el 82 por ciento de este vecindario suburbano eran afroestadounidenses. Y no era esta la primera vez que esto sucedía. Todos los vertederos de basura de Houston, seis incineradores de basura, de un total de ocho, y cuatro basureros privados, estaban en vecindarios afroestadounidenses, una comunidad que representaba un cuarto de la población. Motivados por este flagrante abuso racial, Bullard, quien hacía poco había obtenido un doctorado en sociología, terminó por escribir un estudio sobre los desperdicios sólidos y la comunidad negra de Houston, que se considera el primero de su clase. Bullard siguió una carrera de profesor universitario, activista ambiental y autor de numerosos libros. En el presente se le reconoce como el padre de la justicia ambiental.

A Bullard le han seguido muchos en la academia y en el activismo militante contra las agresiones racistas relacionadas con el medio ambiente y el cambio climático. Una de estas historias inspiradoras es la de Nalleli Cobo, una joven latina de University Park, uno de los múltiples vecindarios de líneas rojas del Sur de Los Ángeles. Desde muy temprana edad Nalleli sufría de asma, arritmia cardíaca y hemorragias nasales. Justo al frente del edificio de apartamentos donde vivía con su madre había un campo de pozos de extracción de petróleo de la compañía AllenCo Energy que expedía gases contaminantes por todo el barrio. Nalleli y su madre decidieron movilizar a la comunidad y emprender una campaña a la que llamaron Gente, no Pozos. Con tan solo 9 años, Nalleli se convirtió en la portavoz del movimiento comunitario. Poco después, en 2015, fue una de las fundadoras de South Central Youth Leadership Coalition (Coalición de Liderazgo Juvenil del Sur Centro de Los Ángeles) y en marzo de 2020 logró demandar a la ciudad de Los Ángeles y forzar a que los pozos de su vecindario se cerraran de manera permanente. Su coalición logró que el Concejo de Los Ángeles no autorizara la excavación de nuevos pozos petroleros en la ciudad y el compromiso de ir cerrando paulatinamente los centenares que todavía existen en la ciudad. Como resultado de sus esfuerzos contra el racismo climático y ambiental, Nalleli Cobo recibió en 2022 el Premio Goldman, considerado el Nobel de los líderes ambientalistas que comenzaron luchando desde abajo, y que han recibido personas notables como Francia Márquez, la actual vicepresidenta de Colombia.

Dada la presión y el activismo de miles de ambientalistas de todos los trasfondos, el pasado mayo de 2022, el Departamento de Justicia lanzó una estrategia de Justicia Ambiental que de acuerdo con su propia declaración busca “hacer justicia ambiental a las comunidades desatendidas que históricamente han sido marginadas y maltratadas, incluidas las comunidades de bajos ingresos, las comunidades de color y las comunidades tribales e indígenas”. La declaración oficial evita el uso de términos más precisos del problema como racismo, discriminación, segregación, supremacismo blanco y capitalismo salvaje, que vendrían mejor a la hora de confrontar las verdaderas causas de la opresión ambiental y de la crisis climática en general. Lo que se espera ahora es que la creación de la nueva Oficina de Justicia Ambiental, anunciada por el Procurador General el pasado 16 de noviembre, no se convierta en una pantalla para seguir dando largas a las persistentes injusticias ambientales y climáticas que han costado y siguen costando la vida a centenares de miles de personas discriminadas en el país. Pero algo es algo. Cuando menos la agudización de la crisis ambiental y el activismo han sacudido el tapete y dejado ver el polvo histórico que arrastra por siglos, pero de manera más aguda desde los tiempos del Nuevo Pacto y del redlining de Roosevelt.

Mientras escribía estas notas recordaba la canción en catalán de Joan Manuel Serrat, Pare (Padre), algunos de cuyos versos menciono en el epígrafe. Es una de las más hermosas y tristes que se hayan escrito y cantado sobre el racismo climático. Lanzada en 1973, hace ya 50 años, muestra que la agresión contra las comunidades racializadas ha estado presente en la agresión contra el medio ambiente y la exclusión de las oportunidades económicas y sociales. Sus versos trazan la huella de un racismo supremacista que se mantiene visible de manera preponderante en los códigos postales. Y es por esos rumbos por donde debe buscarse la solución.

Fuentes citadas:

1) “Disproportionate exposure to urban heat island intensity across major US cities” (“Exposición desproporcionada al efecto isla de calor urbano en las principales ciudades de los EE UU”), por A. Hsu, G. Sheriff, T. Chakraborty, et al. Nature Communications, May 25, 2021.

2) “What is the State of YOUR Air?” (¿Cuál es el Estado de TU Aire?). American Lung Association, December 2022.

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(Publicado en Hispanic LA, 3 enero, 2023)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Préstamos estudiantiles: endeudados para siempre

Foto: Bill Moyers

Vivimos en un mundo

En el que el suelo desgrava,

Donde el pasado no existe

Y el futuro es de una Caja.

En el que el presente

Es una deuda abierta

Y unas horas

Que no son nuestras.

—Alberto García-Teresa, poeta español

 12 de diciembre, 2022. Era la puesta en marcha de una promesa. A lo largo de la campaña presidencial de los Estados Unidos en 2020 fue uno de los anzuelos con los que el candidato Joe Biden buscó ganar el voto del vasto sector poblacional a quienes iba dirigida específicamente: los más de 45 millones de endeudados con decenas de miles de dólares en préstamos estudiantiles universitarios, federales o privados, que persiguen a muchos por el resto de sus vidas. Si ganaba la presidencia, Biden les garantizó un perdón de $10 mil a $20 mil dólares del total de su deuda, dependiendo del tipo de deuda estudiantil que tuvieran. Era una especie de compra de votos a un precio bastante alto. Por lo menos así lo vieron sus oponentes. Pero al fin y al cabo, todas las promesas de campaña son eso: un quid pro quo. Es el canje de la (siempre imperfecta) democracia. Y Biden ganó las elecciones. No solo por el prometido alivio parcial de la deuda estudiantil, sino, entre otras razones, para evitar que el ocupante de la Casa Blanca en esos momentos pudiera continuar allí cuatro años más. De modo que muchos ojos han estado pendientes de que cumpla esta y muchas otras promesas desde su posesión el 20 de enero de 2021.

 Tratar de cumplir este compromiso ha sido otra cosa. Se ha vuelto una compleja maraña, llena de obstáculos para la administración Biden, debido en gran parte a la oposición de miembros del Partido Republicano y de jueces conservadores nombrados durante el pasado gobierno, quienes han bloqueado y mantienen bloqueada esta iniciativa. Para resumir, les presento aquí algunas movidas destacadas de este enredo. Primera movida: desde marzo de 2020 el Departamento de Educación de la administración anterior había determinado una suspensión temporal del pago de los préstamos estudiantiles para dar un alivio a los deudores por la crisis económica provocada por la pandemia del Covid-19. Una vez instalado como presidente, una de primeras disposiciones de Biden fue la de extender la suspensión de los pagos hasta el 1 de mayo de 2022. Luego la volvió a extender hasta finales de 2022. En noviembre pasado, después de que un juez texano bloqueara la órden ejecutiva de cancelar la porción prometida de la deuda, Biden extendió una vez más la postergación de pagos de la deuda hasta el 30 de junio del 2023, con la idea de que los pagos pendientes se reanudaran dos meses después.

 Segunda movida: El 19 de agosto de 2021, el Departamento de Educación indicó en un comunicado la activación de la posible anulación del total de la deuda de ciertos préstamos estudiantiles para unas 323 mil personas registradas en el Seguro Social con comprobadas y documentadas discapacidades totales y permanentes para trabajar. El perdón de esta deuda suma un promedio de 5.8 billones de dólares y forman parte del total actual de la deuda de más de 1.7 trillones de dólares. Esta decisión no es parte de una iniciativa de la administración Biden; ha existido desde hace años. El Departamento de Educación requería que los deudores llenaran una serie de formularios que hacía engorroso y desalentador el proceso, de manera que no terminaban de cumplir las normas y por tanto no recibían la anulación de sus préstamos. Lo que el actual gobierno intenta es reactivar esta iniciativa precedente, haciéndola automática. Pero, en la práctica, como señala la Red Nacional de Defensa Legal para Estudiantes, una de las organizaciones que lucha por los derechos de los estudiantes, hasta la primera semana de diciembre de 2022 estas personas todavía no habían recibido la anulación de la deuda (1).

 Tercera movida: El 24 de agosto de 2022, esto es, un año y siete meses después de su posesión presidencial, Biden anunció alegremente en la página de la Casa Blanca y de sus redes sociales (Twitter e Instagram), el comienzo del proceso de condonación de $10 mil a $20 mil de la deuda estudiantil para deudores con ingresos menores de $125 mil dólares, o parejas con menos de $250 mil dólares anuales. Todo lo que tenían que hacer los prestatarios era llenar un sencillo formulario en línea y esperar la respuesta del gobierno donde se les indicaría si eran o no acreedores del descuento a su deuda en una fecha de la que serían informados. Cuarta movida: A comienzos de noviembre de este año, el juez Mark Pittman del Distrito Norte de Texas, nombrado por Donald Trump, bloqueó la órden ejecutiva de Biden, declarando que era una usurpación del poder legislativo del Congreso. El bloqueo ha ido acompañado también de otras acciones legales de grupos conservadores. La Corte de Apelaciones del Circuito Octavo aceptó el bloqueo como parte de la demanda de varios estados (Nebraska, Kansas, Carolina del Sur, Missouri, Iowa y Arkansas), controlados por el partido Republicano, y elevó el caso ante la Corte Suprema.

 Quinta movida: A comienzos de este mes de diciembre, la Corte Suprema de Justicia declaró que estudiará la situación hacia finales de marzo próximo, y quizá llegue a una decisión en junio de 2023. La Casa Blanca ha dicho que dos meses después de esa fecha, los deudores de balances pendientes de los préstamos estudiantiles deberán reanudar los pagos.

 Detrás de toda esta maquinaria de oposición al perdón de una porción de la deuda estudiantil hay en realidad una historia ligada a las acostumbradas prácticas discriminatorias y racistas de algunos sectores del sistema educativo de los Estados Unidos. Para entenderla hay que comenzar con la pregunta de cuándo y por qué las universidades públicas y privadas comenzaron a cobrar las crecientes y enormes sumas de dinero que cuesta hoy día obtener una educación universitaria. Y cómo se crearon los préstamos estudiantiles federales, y eventualmente de instituciones financieras privadas, para que los aspirantes a una educación superior pudieran obtenerla a través del endeudamiento, muchas veces impagable. Y cómo la deuda estudiantil llegó a ser hoy la segunda más grande del país, de 1.7 trillones de dólares, superada solamente por los préstamos hipotecarios de vivienda.

 Como todas las historias que tienen que ver con la construcción ideologizada de la nación, esta no es para nada inocente. La educación universitaria dejó de ser exclusivamente para las élites poco antes del fin de la segunda guerra, cuando la Ley GI de 1944 fue implementada como parte de la recuperación de la Gran Depresión, y a través de la cual el gobierno financiaba la educación universitaria para promover la movilidad de la clase media. Esta iniciativa fue seguida en 1958, por el Decreto de la Defensa Nacional de Educación, bajo la administración de Eisenhower y como parte de la Guerra Fría, cuando el gobierno se propuso promover grupos de individuos, mayoritariamente hombres jóvenes blancos, para desempeñarse en campos especializados, y de paso combatir el avance del comunismo. Como lo destaca el especialista en finanzas, Jeff Gitlen, “a los estudiantes de secundaria que mostraban ser prometedores en matemáticas, ciencias, ingeniería, o lenguas extranjeras, o aquellos que querían ser maestros, se les ofreció subvenciones, becas, y préstamos estudiantiles” (2).

 Los estudiantes de minorías racializadas fueron sistemáticamente excluidos del acceso a la educación universitaria, u orientados, si acaso, desde la escuela secundaria a seguir carreras intermedias y técnicas. El sistema educativo mismo en las escuelas primarias y secundarias era segregado expresamente y dichas escuelas mantenían un alto índice de deserción escolar debido a que los filtros discriminatorios del sistema educativo terminaba empujándolos fuera e impidiéndoles el acceso a una educación avanzada.

 La década de los 60, y sobre todo su segunda mitad y principios de los 70, fue un periodo decisivo en la lucha por los derechos civiles, con un fuerte enfoque en el derecho a la educación y en contra de la guerra en Vietnam y los ataques aéreos a Cambodia, acompañado de una feroz resistencia por parte del establecimiento dominante. California fue central en este movimiento de justicia social y racial en el tiempo en que Ronald Reagan fue gobernador del estado por dos términos seguidos (1967-1975). Las políticas de Reagan, a lo John Wayne, le puso en directa confrontación con los dos sistemas públicos universitarios del estado (UC y CalState), a los cuales cerró temporalmente en 1970.

 Crucial en esta disputa contra los reclamos de mayor financiamiento, inclusión e igualdad de acceso a la educación fue Roger A. Freeman, un austriaco nacionalizado estadounidense que llegó a ser una figura relevante en las políticas conservadoras y excluyentes en la educación, tanto a nivel nacional en el tiempo de la presidencia de Nixon, como estatal durante la reelección de Reagan en California. Defendiendo las políticas represivas de Reagan contra las demandas de los estudiantes a un acceso igualitario, Freeman dio una declaración antológica a la prensa: “Estamos en peligro de producir un proletariado educado. ¡Eso es dinamita! Tenemos que ser selectivos a la hora de decidir a quién permitimos obtener una educación universitaria” (3).

 Las políticas de Freeman tuvieron un efecto directo en las decisiones del gobernador Reagan para reducir el financiamiento de la educación pública universitaria del estado, con la excusa de falta de fondos y la necesidad de ahorrar, sin mencionar nunca el verdadero motivo de exclusión social y racial, en un estado con cuantiosa población latina, afroestadounidense, asiática e indígena. Reagan promovió un incremento de la matricula en las universidades públicas, que hasta ese momento era muy baja y casi gratuita, impidiendo así el acceso a miles de estudiantes sin recursos, o de las llamadas comunidades de color.

 Posteriormente, en sus años como presidente (1981-1989), Reagan impulsó aún más el aumento del costo de la educación tanto pública como privada, seguida de la implementación de políticas neoliberales que condujeron a una mayor privatización de la economía, con cada vez menos inversión federal y estatal. La consecuencia de esto fue el crecimiento del sistema de préstamos estudiantiles debido al aumento oneroso de los costos de la educación. Desde los tiempos de Reagan al presente, los precios de matrícula y de los cursos han subido en más del mil cien por ciento, sumado a un detrimento en la calidad de la educación dada la creciente burocratización de las universidades (con mayor personal administrativo que profesores) y con más educadores de tiempo parcial que de tiempo completo. Como apunta John Schwarz en The Intercept, “La deuda de los estudiantes, que había desempeñado un papel menor en la vida estadounidense hasta la década de 1960, aumentó durante el gobierno de Reagan y luego se disparó después de la Gran Recesión de 2007-2009, cuando los estados hicieron enormes recortes en la financiación de sus sistemas universitarios” (4).

 El  Decreto sobre Educación Superior (Higher Education Act, HEA), creado por Lyndon B. Johnson en 1965, que evolucionó hasta el actual FAFSA, provee ayuda financiera para estudios universitarios, y sin duda ha ayudado a cientos de miles de estudiantes. Pero como lo indican estudios recientes, “revelaron una desigualdad continua para los estudiantes de color, quienes a menudo han tenido que obtener más préstamos estudiantiles que sus contrapartes más privilegiadas” (5).

 El aumento cada vez mayor de los costos para obtener una educación universitaria impulsó en 1992 la creación de diversos programas adicionales a FAFSA, como el Programa de Préstamos Directos con el gobierno federal y los préstamos no subsidiados Stafford, que significaba, este último, que eran los estudiantes, y no el gobierno, quienes tenían que pagar los intereses mientras estaban estudiando. Estos programas se consideran el origen del actual sistema de préstamos estudiantiles.

 Bajo el gobierno de Obama en 2010 se estableció que todos los préstamos federales estudiantiles tenían que ser Préstamos Directos, los cuales se comienzan a pagar con intereses después de que el estudiante se gradúa o abandona sus estudios. En ese mismo año los bancos y entidades financieras privadas, sin relación con el gobierno, comenzaron a otorgar préstamos estudiantiles, con intereses más altos. Dos años más tarde, la deuda estudiantil ya alcanzaba la astronómica suma de un trillón de dólares y en 2021 ascendió a $1.7 trillones. Y el aumento no parece tener fin, llevando a más de 45 millones de personas a una de las mayores crisis financieras del país.

 La Oficina para la Protección del Consumidor del gobierno federal ha insistido en mencionar por varios años que los más directamente afectados por los préstamos estudiantiles públicos o privados son los afroestadounidenses (90 por ciento) y los latinos (72 por ciento), comparados con estudiantes blancos (66 por ciento) y asiáticos (51 por ciento). Esta y otras oficinas de protección al consumidor y organizaciones de derechos civiles, han hallado que entre los problemas que acarrean los programas de préstamos y sus altos intereses se destaca el hecho de que los estudiantes de minorías raciales tienen más dificultades a la hora de pagar los préstamos estudiantiles, lo cual les crea aún más barreras para su movilidad socioeconómica. Al mismo tiempo, las dificultades de acceso a los beneficios que sí tiene la comunidad blanca, los obliga a que obtener préstamos con intereses más altos con entidades financieras privadas, creando un ciclo interminable de endeudamiento (6).

 Las estadísticas federales muestran que uno de cada ocho estadounidenses tiene deudas estudiantiles. Un problema que no es solo de individuos, sino de parejas, familias y amigos que están atrapados en la misma situación. Muchos encuentran que terminar una carrera universitaria no es una garantía para conseguir un trabajo dentro de su área de estudios ni a corto ni mediano plazo, mientras que el pago del préstamo no espera, y los intereses se acumulan con deudas que oscilan entre los $27 mil a los $100 mil dólares. En la década pasada, un promedio de 85% de los universitarios graduados regresaron a vivir con sus padres, incapaces de conseguir un trabajo bien remunerado para mantener el altísimo costo de vida de las ciudades en los Estados Unidos, incluyendo renta, pago de un vehículo, comida, ropa, seguro y gastos médicos, pago de la deuda estudiantil, tarjetas de crédito, vida social, entre otros. Esto ha conllevado también a un deterioro mental y emocional, que hace irrisoria para muchos la aspiración de “la búsqueda de la felicidad”, señalada como un derecho en la Declaración de Independencia del país.

 Cryn Johannsen, autora del libro Solving the Student Loan Crisis: Dreams, Diplomas & a Lifetime of Debt (Resolviendo la crisis de los préstamos estudiantiles: sueños, diplomas y una vida de deudas), que considero uno de los textos más incisivos y prácticos sobre el tema, dice que “los préstamos estudiantiles tienen una complejidad total y una falta total de transparencia”, una trama a la que se refiere como “la nebulosa sopa de los préstamos estudiantiles”. Johannsen plantea diversas soluciones al problema, comenzando por lo que ella denomina un jubileo en el cual toda la deuda estudiantil debe ser perdonada (una práctica bíblica que, entre otras cosas, significaba el perdón de las deudas); ofrecer estudios universitarios gratuitos, como los que tienen numerosos países del mundo, incluyendo a Argentina, Ecuador, México, Perú, Uruguay, Alemania, Austria, Escocia, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Islandia, Chipre, Suecia, Malta y Grecia. O permitir a los prestatarios actuales refinanciar sus préstamos con intereses más bajos, restablecer la protección de derechos de bancarrota a los deudores, y apoyar a los políticos que luchan en nombre de los estudiantes con préstamos.

 Adicional a esto y otras posibles soluciones, se hace esencial cuestionar y subvertir de manera radical el desastre humano, político y social causado por el neoliberalismo, que ha terminado por hacer de la educación, como todo lo que toca, un producto más de su voracidad metalizada y sin alma. En palabras de Noam Chomsky, siguiendo el pensamiento de Wilhelm von Humboldt, el verdadero objetivo de la educación es el de formar “una sociedad de personas libres, creativas e independientes, capaces de apreciar y aprovechar los logros culturales del pasado y añadir a ellos; una educación que ayude a crear mejores seres humanos”. Una sociedad donde la vida no sea solo “una deuda abierta / Y unas horas / Que no son nuestras”, sino una donde la educación esté puesta al servicio de la justicia, la inclusión y el disfrute.

 Fuentes citadas:

1) “Making Relief Automatic for Borrowers with Total and Permanent Disabilities” (Cómo hacer que el alivio sea automático para los prestatarios con discapacidades totales y permanentes). National Student Legal Defense Network, 5 diciembre, 2022.

2) “A Look Into the History of Student Loans” (Una mirada a la historia de los préstamos estudiantiles), por Jeff Gitlen, LendEDU, August 24, 2022.

3) “Working Class. Professor Sees Peril in Education” (Clase trabajadora. Profesor ve peligro en la educación), por Roger A. Freeman. San Francisco Chronicle, 30 de octubre, 1970.

4) “The Origin of Student Debt: Reagan Advisor Warned Free College Would Create a Dangerous ‘Educated Proletariat’” (El origen de la deuda estudiantil en Estados Unidos), por Jon Schwarz. The Intercept. 25 de agosto de 2022.

5) “75 Years of Reforms Have Failed to Fix Our College Financial Aid System” (Por 75 años se ha fracasado en arreglar nuestro sistema de ayuda financiera universitaria), por Elizabeth Tandy Shermer. The Washington Post, 3 de mayo, 2021.

6) “The Significant Impact of Student Debt on Communities of Color” (El significativo impacto de la deuda estudiantil en las comunidades de color”), por Aissa Canchola and Seth Frotman. Oficina de Protección al Consumidor, 15 septiembre, 2016.

 

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(Publicado en Hispanic LA, 14 de diciembre, 2022)

 

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

La pobreza y la falacia del “sueño americano”

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed, 

hasta aquí el agua? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, 

hasta aquí el fuego? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor

hasta aquí el odio? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, 

hasta aquí no? 

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas. 

Sangran.

—Juan Gelman, poeta argentino  

4 diciembre, 2022. Lo último que puede imaginarse un espectador foráneo y poco informado es que en los Estados Unidos, la tierra de la abundancia y la prosperidad, haya más de 40 millones de personas viviendo en la pobreza, de las cuales 20 por ciento viven en extrema pobreza. En general, las únicas noticias e imágenes ocasionales de este drama en los medios de comunicación y las redes sociales son las que se refieren a los habitantes de la calle, los sin techo, que en el país suman más de medio millón de personas. Es una realidad que no se puede ocultar. Ocurre a plena luz del día y bajo los faros de la noche en los centros y autopistas de las grandes ciudades. Pero estos habitantes de la calle son apenas la cara más visible y descarnada de la lucha por la supervivencia diaria que se agazapa en más de 51 millones de hogares (1) en barrios, edificios de apartamentos y zonas rurales, donde la mirada pública no tiene entrada o tiende a ser indiferente y ciega. En esos espacios conviven la pobreza crónica, el hambre, las dificultades para obtener servicios médicos asequibles, la falta de condiciones para evitar ser empujado fuera del sistema escolar, el enorme costo de la vivienda, el temor al desalojo, y el masivo e impagable endeudamiento de decenas de millones de personas con los bancos e instituciones financieras.

No es que la pobreza de millones de personas en los Estados Unidos sea algo nuevo o solo el producto de las actuales políticas neoliberales, así estas hayan magnificado aún más el impacto devastador para muchos del capitalismo caníbal. El despojamiento físico y territorial y la consecuente marginación a que han sido sometidos millones de personas desde los orígenes de la nación, están reseñados en estudios que se inician a partir de finales del siglo 19, como lo recogen en parte los sociólogos William J. Wilson y Robert Aponte en su extensa bibliografía anotada “Pobreza urbana: Una revisión histórica actualizada”(2). Este, junto a otros trabajos editados por Wilson en The truly disadvantated: The inner-city, the underclass, and public policy (Los verdaderos desaventajados: El centro de la ciudad, la clase baja y la política pública), exponen el rol que juega la raza en las oportunidades de educación, empleo y vivienda en las ciudades estadounidenses. Entre esos estudios pioneros se destaca el realizado entre 1896 y 1897 por el historiador, sociólogo y escritor afroestadounidense W.E.B. Du Bois. En él, Du Bois hace una detallada descripción de la alienación y pobreza de la población negra en el Distrito Séptimo de la ciudad de Filadelfia, con estadísticas puntuales del número de personas, lugares de vivienda, negocios, actividades e ingresos. El estudio se convirtió desde entonces en una referencia para las ciencias sociales y los sucesivos censos gubernamentales (3).

Uno de los primeros presidentes en reconocer las profundas desigualdades en la sociedad norteamericana fue John F. Kennedy, aunque en la práctica fue su sucesor, Lyndon B. Johnson, quien en su célebre discurso sobre el estado de la nación el 8 de enero de 1962 declaró la guerra frontal contra la pobreza. Johnson propuso e implementó la Ley de Oportunidades Económicas a través de la cual se establecieron diversos programas, entre ellos Voluntarios al Servicio de los Estados Unidos (VISTA), que ha funcionado como una versión nacional de los Cuerpos de Paz. Dos años después se empezó la distribución de cupones de alimentos y al año siguiente se estableció el seguro de salud federal Medicare para la atención médica de ciudadanos o residentes mayores de 65 años y el seguro estatal Medicaid para dar acceso a los servicios de salud a individuos y familias de bajos ingresos. Estos y otros programas federales y estatales, a la par con numerosas organizaciones humanitarias sin ánimo de lucro, han estado al frente de esta batalla contra la pobreza.

Sin embargo, pese a todo este esfuerzo, la disminución efectiva de la pobreza no ha tenido efectos significativos en muchos de los sectores más necesitados, por diversas razones de fondo. Una de ellas es que, a semejanza del Nuevo Pacto (New Deal) de Roosevelt en la década de los 30, siguió privilegiando primariamente a las poblaciones blancas empobrecidas de las zonas rurales y luego de los centros urbanos. Además de este sesgo racial, la inmensa mayoría de estas leyes e iniciativas parten de un patrón asistencialista/paternalista, de arriba hacia abajo, que se muestra resistente a la hora de producir cambios estructurales. Por el contrario, han acentuado la perpetuación de un modelo de dependencia y subalternidad, con ausencia de condiciones de progreso para la inmensa mayoría de personas que provienen de sectores históricamente marginados y racializados como los afroestadounidenses, los latinos, indígenas y minorías blancas no hispanas de estratos sociales bajos.

La pobreza de vastos sectores poblacionales de Estados Unidos resulta doblemente repudiable por ser el país con mayor riqueza acumulada en la historia y porque ni las iniciativas del gobierno ni de las organizaciones privadas se dirigen a resolverla integralmente. El término “sueño americano” (American Dream), acuñado en 1931 por el historiador James Truslow Adams en su libro La épica de América, significó originalmente distintas cosas, incluyendo de manera vital los valores espirituales, llegó a ser entendido como el progreso personal, resultado del esfuerzo en el trabajo, el agenciamiento individual y la meritocracia, definidos ante todo como prosperidad económica. Pero, como se demuestra a través de estudios, libros y la vida diaria, tal sueño no es concebido como una aspiración inclusiva para todos. La historia del tejido social, político y económico nacional revelan, en cambio, un sistema de racialización y subyugación que desde sus orígenes ha favorecido a los que son percibidos o considerados como eurodescendientes, y en particular a los noreuropeos (esto es, los “verdaderos” estadounidenses), en contraste con las comunidades racializadas.

La deconstrucción de la fantasía del sueño americano (prosperidad económica e inclusión social gracias a “las habilidades y hazañas” de cada uno, como dijo Truslow Adams), empieza por entender que los Estados Unidos no llegó a ser la nación más rica del mundo debido al esfuerzo y al trabajo honesto y honorable de los colonos ingleses y sus descendientes. Por el contrario, ocurre por la invasión del territorio, saqueo y genocidio de la población indígena, el esclavizamiento de personas africanas, la usurpación de más del 50 por ciento del territorio mexicano y la subsecuente mano de obra barata de los mexicanos convertidos en inmigrantes en su propia tierra. Como apunta el historiador Edward E. Baptist, de la Universidad de Cornell, la enorme e infame maquinaria esclavista fue la que dio origen a las primeras grandes fortunas desde finales del siglo 18 hasta el comienzo de la Guerra Civil, tiempo en el que EE UU dejó de ser una economía local, colonial, para convertirse, después de Inglaterra, en la segunda potencia industrial del mundo (4).

Baptist destaca cómo los hijos de los primeros esclavos africanos fueron trasladados de las colonias de Maryland y Virginia a Louisiana y Mississippi donde se les forzó a plantar y cosechar centenares de miles de libras de algodón, el primer gran producto de exportación de los Estados Unidos, dando origen a las grandes riquezas del Valle del Río Mississippi y al mayor número de ricos de cualquier otra región de los Estados Unidos. El expansionismo y el intervencionismo militar, económico y político más allá de sus fronteras en el siglo 19 y la segunda guerra mundial, establecieron la primacía de los EE UU en la escena global y fomentaron la imagen de un país exitoso, paradigma de fuerza y progreso. Como indica en ese sentido el investigador social Marcus Dovigi, “con demasiada frecuencia, las narrativas de nuestra riqueza no dan cuenta de a) el internacionalismo de la historia y b) la violencia con la que se desarrolló. El ejercicio del poder es la base ineludible de la riqueza, que debe informar nuestra política en todo momento” (5).

El predominio de esta riqueza antigua (old money) y el poder se han mantenido en manos de un pequeño porcentaje del total de la población, donde el 1 por ciento de los multibillonarios, todos ellos hombres blancos, controla cerca del 40 por ciento de la riqueza del país, gracias en buena parte a los beneficios que el propio estado les otorga, como la exención de impuestos y el control que tienen en la bolsa de valores y el mercado internacional. Paul Kiel, periodista de Propública, elaboró una lista tentativa donde enumera las estrategias financieras que siguen los más ricos, entre las que se incluyen pedir prestado contra su propia riqueza, ya que los préstamos no pagan impuestos. Mantener billones de dólares en cuentas IRA Roth, cuya verdadera finalidad es proteger a la clase media para la jubilación. Comprar clubes deportivos en los que pueden deducir impuestos a través de los contratos con los jugadores. Mantener negocios de bienes inmuebles o acciones en la explotación de pozos petroleros que son auténticos paraísos para la evasión legal de impuestos. Involucrarse en actividades como las carreras de caballos o en la adquisición de hoteles de lujo. Y la joya de la corona que son los fideicomisos, por medio de los cuales la riqueza se hereda a la siguiente generación familiar y de esa manera tanto el dinero como las posesiones quedan amparados por las leyes de exención tributaria. El clásico ejemplo de la riqueza antigua. Como si fuera poco, Kiel encontró que en medio de la pandemia del Covid-19 “al menos 18 multimillonarios recibieron cheques de estímulo en 2020 porque sus declaraciones de impuestos los colocaron por debajo del límite de ingresos ($150.000 para una pareja casada)” (6).

Por supuesto, esta minoría absoluta y otra porción de ricos del país están viviendo el sueño “americano”, mientras una vasta porción de la clase media a duras penas se mantiene a flote mes a mes por el altísimo costo de vida en los centros urbanos. Al mismo tiempo, millones bajo el índice de pobreza luchan por su más básica supervivencia cada día, de los cuales los niños y las mujeres, y en especial las madres solteras, son sus víctimas más directas. No es de extrañar entonces que la brecha en la desigualdad de ingresos sea la más grande entre los países desarrollados y que “muchos expertos atribuyen al legado de esclavitud y políticas económicas racistas del país” (7).

Mark R. Rank, profesor de Bienestar Social de la Universidad de Washington en St. Louis, argumenta en contra del mito del sueño “americano” indicando que el problema de esta aspiración e ideal es que está fundamentado en la falsa noción de que todos los estadounidenses tienen las mismas oportunidades para subir la escalera hacia una vida próspera, “porque el campo de juego está nivelado”, y que por tanto “la pobreza se puede evitar a través de la motivación y la habilidad” (8). En la realidad, dice Rank, el campo de juego está todo menos nivelado, ya que el lugar y las oportunidades de las personas en la sociedad está determinado por los recursos financieros de los padres, el entorno en el que crecen, la calidad de educación que reciben, y el trabajo o actividad a que se dedican. Sumado a esto, la posibilidad a largo plazo de tener acceso a un buen sistema de salud y a las provisiones con las que se prepara para los años de jubilación. A esta perspectiva de Rank, hay que añadir el papel que juega la identidad racial y étnica en un país tan autoconsciente y estratificado en sus roles de poder, y en su noción de quién es un ciudadano pleno y sin guiones que marquen su origen o procedencia.

A casi 60 años desde que el presidente Johnson declarara la guerra contra la pobreza, esta sigue siendo uno de los males endémicos de la nación. Hay quienes señalan que al fin y al cabo la pobreza en los Estados Unidos no es tan grande como la de los países empobrecidos y subdesarrollados. Por supuesto es verdad si se observa sin matices. Pero más valdría tener en cuenta que comparado con los 26 países más desarrollados del mundo, el índice de pobreza de los Estados Unidos es el peor de todos, según destaca el profesor Rank en la fuente mencionada. Para tratar de contrarrestar esta crisis, agravada aún más por la pandemia del Covid-19, el presidente Biden lanzó en marzo del 2021 un plan de alivio económico, en lo que su administración llamó el plan más ambicioso desde los años de Johnson, consistente en distribuir anualmente entre familias de bajos ingresos la cantidad de $3.600 dólares para niños menores de seis años y de $3.000 para menores de 18. El gobierno ha afirmado que la ayuda incluye a familias con miembros indocumentados, aunque existe el temor entre esta población (de 10 a 12 millones de personas) por tener que proveer información personal que pueda exponerles a la deportación.

No hay duda de que cualquier ayuda es bienvenida. Pero no hay que perder de vista que el gobierno no da nada gratis, ya que la mayoría de las personas, sean ciudadanos, residentes o inmigrantes indocumentados, pagan impuestos y en general invierten mucho más en este país de lo que pueden terminar recibiendo del estado. Los esfuerzos para combatir el hambre, la desnutrición y la pobreza son meritorios porque dan atención a una emergencia que no puede esperar. Pero no son suficientes. Son remedios transitorios al problema central que debe pasar por la transformación radical política y económica en la práctica de la distribución de los recursos, la inclusión social y racial y su sentido de prioridades en el manejo de su capital cultural humano. En un país que solo este año ha gastado $760.000 millones de dólares en su presupuesto militar, y que envía sin pestañear billones de dólares en armas para la guerra en Ucrania (creándole un endeudamiento impagable a ese país), deberíamos ser capaces de proveer una vida digna para cada uno de sus habitantes. Mientras tanto, las rodillas de millones de vidas siguen sangrando en una sociedad que contempla desde la orilla una versión muy distinta de lo que es el sueño “americano” y el progreso infinito. 

Fuentes citadas:

1)“The Poverty Line Matters, But It Isn’t Capturing Everyone It Should” (La línea de pobreza importa, pero no está capturando a todos los que debería). Por Areeba Haider y Justin Schweitzer. CAP Action, 5 marzo, 2020.

2) “Urban poverty: A state-of-the-art review of the literature” (Pobreza urbana: Una revisión histórica actualizada), por  William J. Wilson y Roberto Aponte, en el libro The truly disadvantated. The inner-city, the underclass, and public policy (Los verdaderos desaventajados: El centro de la ciudad, la clase baja y la política pública). The University of Chicago Press, 1987, 2012.

3) The Philadelphia Negro, por William E.B. Du Bois. Publications of the University of Pennsylvania, 1899 (re-edición, Millwood, N.Y: Kraus-Thompson, 1978).

4) The Half Has Never Been Told: Slavery and the Making of American Capitalism (Nunca se ha contado la mitad: la esclavitud y la creación del capitalismo estadounidense), por Edward E. Baptist. Basic Books, NY, 2016.

5) “How America Became Rich. The story of American wealth is a tale of conquest” (Cómo se hicieron los ricos los Estados Unidos. La historia de la riqueza estadounidense es un historia de conquista), por Marcus Dovigi. Medium, noviembre 27, 2018.

6) “Ten Ways Billionaires Avoid Taxes on an Epic Scale” (Diez maneras como los superricos evaden impuestos en una escala épica), por Paul Kiel. Propublica, June 24, 2022.

7) “The U.S. Inequality Debate” (El debate sobre la desigualdad en los EE UU), por Anshu Siripurapu. Council on Foreign Relations, 22 abril 2022.

8) “Confronting Poverty. Tools for Understanding Economic Hardship and Risk” (Confrontando la Pobreza. Herramientas para entender las dificultades económicas y el riesgo), por Mark R. Rank. Confronting Poverty Project. Consultado el 20 noviembre, 2022.

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(Publicado en Hispanic LA, 4 diciembre, 2022)

CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Calle Sexta: El puente de la discordia

Puente de la Calle Sexta, en Los Ángeles. FOTO: NS

Puente de la Calle Sexta, Los Ángeles, Calif. Foto: NS

A la memoria de Mike Davis

“Las llamas son bonitas porque no tienen orden
Y el fuego es bonito porque todo lo rompe”

          Sakura, canción de Rosalía

Primero fue la fiesta. Era el fin de semana del 8 al 10 de julio de 2022. El gobierno de la ciudad de Los Ángeles había planeado una gran celebración con discursos, música popular y puestos de comida callejera para la inauguración del nuevo puente de la Calle Sexta; un largo viaducto de 800 metros de largo, justo al costado este del centro de Los Ángeles que conecta el barrio latino de Boyle Heights con el Distrito de las Artes. En ese mismo sitio y longitud se extendía un célebre puente construido en 1932, que fue escenario de películas como Grease, Terminator 2 y The Mask. En décadas recientes había entrado en decadencia debido a una reacción química en su estructura de cemento, y se había vuelto inseguro ante un posible terremoto. En el 2016 se demolió por completo para construir uno nuevo, cuya ejecución tardó seis años, y terminó teniendo un costo de 588 millones de dólares; el puente más costoso en la historia de Los Ángeles. Era el triunfo, entre otros, de la administración del alcalde Eric Garcetti, de los concejales latinos del distrito, de la Administración Federal de Autopistas, y de Caltrans; y por supuesto, una ocasión de fiesta para los angelinos.

En la apertura de las ceremonias y las festividades el alcalde Garcetti enarboló el puente como “una carta de amor de esta generación a la ciudad”. El concejal Kevin de León presidió el desfile de carros vintage y de low raiders que estrenaron el impecable asfalto. El sábado 9 vendrían los festejos con boletos pagados para los que quisieran caminar por el puente y bailar con Ozomatli, La Sonora Dinamita, Buyepongo y otras bandas locales. Se daba tributo a la vez a los cien años de las food trucks y los puestos de comida callejera, al lado de un mercado de artesanos de Boyle Heights y del Distrito de las Artes. Y para cerrar la noche, el encendido de luces multicolores alrededor de los diez pares de arcos y una batería de fuegos artificiales para iluminar la ciudad diversa, contra el fondo de los edificios del centro de la ciudad, a la que Garcetti llamó, quizá con un entusiasmo excesivo, “el centro cultural del mundo”. El domingo 10 fue un día abierto para los peatones y los ciclistas que llenaron el puente posando para las fotos con la familia, amigos y animales. Por la noche el hastío se inundó de vehículos low raiders y clásicos y de motociclistas de la comunidad chicana reafirmando su espacio, su identidad y su arraigo histórico a esta ciudad. 

Después vino el desorden. O al menos así lo catalogó la policía y una buena parte de los medios locales y nacionales. Los primeros días y semanas que siguieron a la apertura del nuevo puente se convirtieron en un escenario que parecía convocar al caos. Los altos muros y los arcos comenzaron a llenarse de grafiti y pegatinas. Gente temeraria trepó hasta la cima de los enormes arcos de cemento de más de 18 metros de alto y festejaron desde allí como si acabaran de coronar los Himalayas. Las noches se llenaron del humo de las competencias de carros no autorizadas, que patinaban dejando sus marcas sobre el asfalto. Manny Chuiz, un fotógrafo de North Hills que acababa de comprar una silla de barbero, decidió plantar la silla en mitad del puente y ofrecer cortes de pelo gratis mientras los carros pasaban veloces, casi rozándole a él y a sus clientes. Pocos días después un barbero de profesión también instaló su silla en la calle y repitió la hazaña de Chuiz en medio de los carros en movimiento. Las multitudes que recorrían el puente se volvieron “ingobernables”, reportó la policía. Una fila de camiones apareció de repente, en lo que fue catalogado como un intento de tomarse el puente. Varios carros se estrellaron contra los muros de la nueva vía. La policía comenzó a confiscar carros, hizo cientos de arrestos y en menos de un mes cerró el puente cuatro veces. Las tareas de limpieza y remoción de grafiti han costado ya a la ciudad más de cien mil dólares y aunque las cosas parecen haberse calmado hay un incremento de policía vigilando el sector a cada lado del puente.   

¿Cómo, pues, acercarse a una interpretación de estos eventos, que a primera vista contradicen el espíritu festivo inicial y se manifiestan como simple y llano vandalismo contra una obra llamada a convertirse en el nuevo ícono de la ciudad? Uno puede verlo por el lado inmediato, superficial, de los hechos obvios; tal como lo recalcó Kevin de León, al indicar que estos actos transgresivos se producen porque estamos en la era de Instagram, y son el instante esperado para tomar fotos y videos que pueden volverse virales. O quizá resignarnos y aceptar, sin más complicaciones, que esta es la manera como parte de la población celebra los triunfos colectivos en Los Ángeles y otras partes del mundo. Basta solo recordar que el pasado 13 de febrero, cuando los Rams ganaron el Super Bowl contra los Cincinnati Bengals en el Estadio Sofi de Los Ángeles, los fanáticos salieron a las calles a bailar y cantar. En medio de la algarabía una persona fue herida de bala; otros pintaron grafiti en un bus y estallaron fuegos artificiales en su interior. Otros incendiaron llantas, mientras otros brincaban sobre los techos de vehículos atascados en las calles cerca del estadio. Y sí, algunos de los videos se hicieron virales.

O uno puede acercarse, en el caso particular del puente de la Calle Sexta, con una mirada que pasa por las ceremonias, los discursos, los cortes de cinta y las acciones transgresivas, y tomar en cuenta las preocupaciones de fondo de la comunidad latina de Boyle Heights. Preocupaciones que están ligadas a cómo el nuevo y moderno puente contribuirá a acelerar aún más el proceso de gentrificación y desplazamiento que Boyle Heights y las demás comunidades latinas de los alrededores han enfrentado durante décadas. El fenómeno de aburguesamiento de los centros urbanos populares antiguos no es nada nuevo ni exclusivo de los Estados Unidos. La idea del progreso excluyente que anima a los sectores dominantes de la sociedad promueve la convicción de que estas reconfiguraciones urbanas son inevitables, y por tanto se actúa con método y estrategia, sin importar el tiempo que requieran para llevarse a cabo. La verdad es que la única razón por la que la gentrificación y el desplazamiento de grupos marginados parecen inevitables es porque se producen desde el poder y el control de un grupo, y no como parte de un proceso democrático consultivo ni de justicia social.

Las prácticas de desplazamiento poblacional han ocurrido en toda la historia del país a través de acciones impositivas y violentas, y de leyes que las justifican y las promueven. Uno de los periodos en las que se profundizan estas prácticas que siguen teniendo su marca en el presente, ocurrió durante la presidencia de F.D. Roosevelt y su New Deal (Nuevo Pacto), que buscaba superar la Gran Depresión de los años treinta. Entre un sinnúmero de iniciativas discriminatorias, el plan facilitó que los bancos y demás instituciones crediticias concedieran préstamos de interés bajo a la población blanca para comprar o construir viviendas y otros bienes inmuebles e iniciar negocios. Asimismo, se les preferenció para obtener trabajo y beneficios federales, estatales y locales, lo que les permitió la recuperación y el progreso económico en relativo corto plazo. Al mismo tiempo estos beneficios les fueron negados a las comunidades afroestadounidenses, latinas y otros grupos racializados, en gran parte a través de la creación del redlining (líneas rojas), una política racista que determinó que los sectores urbanos donde vivían estas comunidades no tenían valor suficiente para ser incluidos en los programas de ayuda para adquisición de vivienda o de préstamos. Un aspecto de estas políticas gentrificantes, que algunos historiadores llaman la cuarta ola de las políticas de Jim Crow, “tuvo su impacto más directo en el desplazamiento: los alquileres y los precios de las casas aumentaron dramáticamente y los antiguos residentes no tuvieron más opción que irse a vivir lejos del centro de la ciudad” (1), como apunta el sociólogo Samuel Stein.

La población mexicoestadounidense tiene muy presente el atropello y desalojo sufrido en Barranco Chavez (Chavez Ravine), un área del centro de Los Ángeles que comprendía las comunidades de Palo Verde, La Loma y Bishop, establecida por el colono mexicano Julián Chavez en 1836. A comienzos de los años cincuenta las autoridades angelinas declararon que Chavez Ravine era un tugurio indigno para la ciudad y por tanto debía tener un nuevo desarrollo urbano. Las familias mexicoamericanas fueron obligadas a vender sus casas al gobierno y mudarse a otras partes; en otros casos les fueron expropiadas. El supuesto plan era construir una serie de conjuntos residenciales de bajo costo con fondos federales y a los residentes forzados a irse se les prometió prioridad para la compra de las nuevas viviendas que serían hechas. Los pocos habitantes que se resistieron fueron desalojados a la fuerza por la policía. Con el terreno libre, el gobierno abandonó el proyecto de construir viviendas y en cambio en 1959 vendió los terrenos a Walter O´Malley, dueño de los Brooklyn Dodgers de Nueva York, quien construyó allí el estadio de Los Dodgers y mudó su equipo a Los Ángeles (2). Hoy día los sobrevivientes de Chavez Ravine se denominan a sí mismos “los desterrados”, mientras los fanáticos de los Dodgers, muchos de ellos latinos, gritan con entusiasmo, “Go blue!” (por el azul oficial del equipo). La máquina del progreso es aplastante.

No hay duda que la historia de Chavez Ravine y la construcción del estadio de los Dodgers se miran en el espejo de la gentrificación y desplazamiento de barrios latinos como Boyle Heights, Highland Park, el Centro de Los Ángeles, Silver Lake, Echo Park, Eagle Rock y el Este de Los Ángeles, entre otros. Boyle Heights, que es el barrio directamente conectado con el puente de la Calle Sexta, fue en la década de los cincuenta una de las comunidades más diversas del Condado, con una significativa población judía, afroestadounidense, japonesa, rusa y, por supuesto, chicana. Con los años se convirtió en uno de los núcleos nacionales de la cultura chicana y sede de la emblemática Plaza de los Mariachis. Según el censo de 2020 de la Oficina del Censo de los Estados Unidos, tiene una población de unos 87 mil residentes, de los cuales el 93% son hispanos/latinos/chicanos. Un 64% tiene un mínimo de educación y trabaja en tiendas, restaurantes, oficinas y en coordinación de ventas, entre tanto que un 36% trabaja en fábricas, construcción y talleres de mecánica. Un promedio de cuatro mil residentes tiene negocios independentes y un número parecido trabaja con instituciones del gobierno. En medio de este variado espectro, los ingresos tienden a ser de modestos a bajos. Pero quizá un aspecto que refleja vulnerabilidad frente al avance de la gentrificación es el hecho de que solo un 25% de las 22 mil 600 unidades de vivienda del barrio están ocupadas por sus dueños, entre tanto que el 75% del resto de su población alquila las casas o apartamentos en que vive. Los precios de los alquileres han subido fuera del alcance de gran parte de la comunidad y está empujando a muchos a buscar vivienda y modos de vida en otras áreas del Condado, e inclusive a emigrar a otros estados.

Algunos miembros de la comunidad han sido y siguen siendo activos en la defensa del barrio y se han organizado para combatir las fuerzas que buscan desplazarlos, como el aumento de negocios de alto costo, galerías de arte, cervecerías y la posible reconversión del histórico edificio de Sears de 1927 en un gigante conjunto de apartamentos que atraerá al vecindario personas con mayor poder adquisitivo. Entre estas organizaciones está la Unión de Vecinos que empezó en 1996, y luego se unió a la actual Red de Comités Vecinales. Está también Defiende Boyle Heights, parte ahora del Movimiento de Defensa Unido Vecinal y La Corporación Comunitaria del Este de Los Ángeles. Todos estos grupos lideran una continua movilización que aboga por inclusión, justicia social, autosuficiencia económica, congelación de alquileres y la ayuda a personas y familias que han sido desplazadas por falta de recursos.

Un fenómeno a tener en cuenta en el movimiento anti-gentrificación es la creciente mudanza de latinos de clase media, con estudios universitarios y diversas profesiones, a barrios como Boyle Heights. En algunos casos son jóvenes que nacieron y crecieron en el vecindario, se fueron a estudiar y ahora están regresando para rehabitar estos espacios familiares, en lo que Alfredo Huante llama gente-ficación, en contraste con gentrificación (que en su sentido original conlleva la idea de una burguesía que desplaza de su territorio a la población obrera y marginada). Al hablar de su concepto de gente-ficación de esta emergente clase media mexicoestadounidense y latina, Huante indica que “en lugar de seguir el camino tradicional hacia los suburbios de clase media más al este, hacia el vecino Valle de San Gabriel, la gente-ficación en Boyle Heights capitaliza la proximidad al centro; al hacerlo, se reimaginan los patrones de movilidad espacial de los latinos establecidos allí durante el último medio siglo” (3). De ese modo refuerzan la inversión monetaria y social y contribuyen a preservar la identidad cultural con miembros de su propio grupo.

No hay que perder de vista que una gran parte de la fuerza laboral que construyó el puente de la Calle Sexta fue mexicana/latina y tanto ellos como sus familiares y vecinos participaron con orgullo de las celebraciones de inauguración. Pero a la vez no es menos cierto que los que viven en Boyle Heights y otros barrios cercanos ahondan en el temor no infundado de que el nuevo viaducto y el suntuoso parque que se planea construir debajo y en sus alrededores siga atrayendo a una población no latina y con más solvencia económica que termine apoderándose de su territorio, como ha ocurrido tantas veces en el pasado.

Como lo expresó en Ciudad de Cuarzo el recién fallecido Mike Davis, uno de los más agudos críticos sociales y visionarios de Los Ángeles, “Si hubo un momento para el fuego en el vientre y una política radical de esperanza, es ahora. A pesar de la montaña de oro que se ha construido en el centro de la ciudad, Los Ángeles sigue siendo vulnerable a la misma convergencia explosiva de ira callejera, pobreza, crisis ambiental y fuga de capitales que hizo de principios de la década de 1990 su peor período de crisis desde principios de la Depresión” (4). Y esa explosiva convergencia de ira callejera, ese fuego en el vientre que parece no tener orden y que todo lo rompe, es lo que se solapa detrás del grafiti, del tumulto de los low raiders chicanos y de los miles sin techo que sobreviven a la intemperie a pocos metros del puente. Esas voces explosivas han sido siempre el germen radical de la esperanza. De ese futuro caótico en que se mira el presente.

Fuentes citadas:

1) Capital City. Gentrification and the Real Estate State (Ciudad capital. Gentrificación y los verdaderos bienes raíces), por Samuel Stein. Verso Books, 2019.

2) Stealing Home. Eminent domain, urban renewal, and the loss of community (Robando base. Expropiación, renovación urbana y pérdida de la comunidad), por Linda Christensen. Zinn Education Project, s/f.

3) A Lighter Shade of Brown? Racial Formation and Gentrification in Latino Los Angeles (¿Un marrón más claro? Formación racial y gentrificación en Los Ángeles latinos), por Alfredo Huante. Social Problems, Volume 68, Issue 1, February 2021.

4) Ciudad de Cuarzo. Excavando el futuro de Los Ángeles, por Mike Davis, Madrid, Ediciones Lengua de Trapo, 2003.



 (Publicado en Hispanic LA el 1 de noviembre, 2022)



CUADERNOS DE LA PANDEMIA

Encarcelamiento masivo en “la tierra de los libres”

The Quilts AKA Journeys I & II, Aminah Brenda Lynn Robinson. National Underground Railroad Museum

The Quiilts Journeys I & II, Aminah Brenda Lynn Robinson. National Underground Railroad Museum, Cincinnati, OH

 Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición del sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.

—Alejandra Pizarnik

14 de octubre, 2022. Para nadie es un secreto (o al menos no debería serlo) que los Estados Unidos es el país con mayor número de presos del mundo. Un promedio de 2 millones 300 mil hombres y mujeres se consumen detrás de muros opresivos en 1.566 prisiones estatales, 102 prisiones federales, 2.850 cárceles locales, 1.510 correccionales juveniles, 186 centros de detención para inmigrantes, 82 cárceles en reservaciones indígenas, además de prisiones militares, hospitales psiquiátricos estatales y prisiones en los territorios fuera del área continental. Esta cantidad de personas privadas de su libertad equivale al total de la población de 15 de los 50 estados del país. La única nación que compite, y de lejos, con esta estadística escabrosa es China, con un millón 600 mil personas tras las rejas, a la vez que se debe anotar que China tiene una población cuatro veces más grande que la de los Estados Unidos.

 La trayectoria de los Estados Unidos como nación carcelaria no es nueva. Le viene desde los tiempos de la colonia inglesa en la que se practicaban a diario los “azotes en público, la inmovilización de cuello y manos, una combinación de los dos, marcaje en la piel mediante un hierro caliente, desfiguración, rotura de una mano, brazo o pierna, pena de cárcel o destierro” (1). Pero muy pronto la colonia inglesa pasó de estos castigos individuales a una visión más colectiva y utilitaria de tres sectores poblacionales que fueron cayendo bajo su dominio. Uno de ellos fue el tráfico de esclavos africanos a partir de 1619; otro, el desplazamiento de convictos ingleses para poblar nuevos territorios conquistados como ocurrió en la colonia de Georgia a partir de la década de 1720 (igual como haría décadas más tarde el imperio británico con el envío de presos para colonizar Australia). Un tercer segmento, menos conocido, fueron los miles de indígenas sometidos a esclavitud durante la colonia y después de la independencia de los Estados Unidos, como lo recuenta el profesor e historiador Alan Gallay en Indian Slavery in America (Esclavitud Indígena en los Estados Unidos) (2). Así, los nacientes Estados Unidos de 1776 reforzaron desde sus orígenes su identidad como un estado esclavista y penitenciario.

Terminada la guerra civil en 1865, dos años después de haberse declarado el fin de la esclavitud, la Constitución incorporó la Enmienda 13 que reinstituía de facto la esclavitud. La sección 1 de la Enmienda dice: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto”. En este engañoso juego de palabras, la segunda cláusula abre la puerta para que la población negra, que acababa de ser emancipada, volviera a estar sujeta “legalmente” a la esclavitud. En efecto, después de la firma de la Enmienda 13, las autoridades judiciales impusieron el sistema de arrendamiento de los presos negros para trabajar en las plantaciones, incluso en aquellas “donde los prisioneros habían sido esclavizados anteriormente” (3). Las llamadas leyes de segregación de Jim Crow, que se añadieron a los ya existentes Códigos Negros (Black Codes), terminaron sometiendo aún más a la población afrodescendiente. Entre otras cosas, se les exigía mostrar prueba de trabajo a riesgo de ser encarcelados y enviarlos a trabajos forzados por vagancia, a limitar la manera de tratar a las personas blancas y el acceso a tiendas y restaurantes, a vivir y estudiar en comunidades y escuelas separadas de la población blanca. La Enmienda 13 fue, en fin, el instrumento para que el estado y sus leyes supremacistas pudieran seguir explotando en la vida diaria y en el sistema penitenciario a la población negra y por extensión a los demás grupos racializados.

 De allí al encarcelamiento masivo que presenciamos hoy en los Estados Unidos solo había un paso. Ese paso fue la declaración de guerra contra las drogas por el presidente Nixon en 1971. En los años siguientes, y en particular a partir de los 80, empiezan las enormes redadas en las comunidades negras y latinas, que ya desde antes conformaban el mayor número de presos, pero ahora en cifras más grandes. Bajo los gobiernos de Reagan, H.W. Bush y Clinton, la guerra frontal contra las drogas se tradujo también en políticas intervencionistas y represivas en países latinoamericanos. Colombia fue y sigue siendo uno de los países de la región donde los Estados Unidos han intervenido con “asesoría” militar (con la implantación de bases militares), fumigación con glifosato (herbicida prohibido en los EE UU por considerarse cancerígeno, y ahora prohibido también en Colombia por el gobierno de Gustavo Petro), y fondos al gobierno nacional para combatir las drogas ilícitas. Todas estas acciones agresivas esconden la verdadera cara de esta guerra que es la cultura de la demanda y el billonario negocio de lavado de dinero del que se benefician en gran parte los que pretenden combatirlo.

 Al final, después de más de 40 años, el combate militarista contra las drogas solo ha dejado decenas de miles de muertos y desaparecidos, campesinos desplazados y narcotraficantes extraditados a las cárceles de EE UU, sin que haya habido ninguna reducción ni en la producción, ni en el tráfico, ni en el consumo. En los EE UU el impacto humano se ha sentido sobre todo en el encarcelamiento y condena de consumidores y microtraficantes de las calles, mientras que los padrinos de la droga continúan en libertad en oficinas y en mansiones-fortalezas en América Latina, los Estados Unidos, Europa y otras partes del mundo. De acuerdo con Prison Policy Initiative, los convictos por drogas comprenden el 20% del total de los presos, a la vez que más de un millón de personas son arrestadas cada año por delitos relacionados con drogas, y pasan meses en centros de detención o cárceles locales hasta que pagan una fianza, se les pone en libertad, o se les dicta sentencia y son trasladados a una prisión (4).

 Pero también es importante señalar que el encarcelamiento masivo no es solo el resultado de la guerra contra las drogas sino también de la puesta en marcha de las políticas macroeconómicas neoliberales desde los años 80. La desregularización del capital, las nuevas normas fiscales restrictivas y la privatización de los servicios públicos, terminó afectando a la población más vulnerable en su acceso a servicios médicos, vivienda, educación y trabajo. La producción de manufacturas se trasladó a países donde se podía explotar la mano de obra barata y sin sindicatos o con sindicatos poco organizados y efectivos. Los tratados de libre comercio que se iniciaron en 1994 con países de América Latina y otras regiones del mundo terminaron creando marginación y pobreza para los pequeños agricultores y comerciantes, mientras enriquecieron aún más a las grandes corporaciones de América Latina, Estados Unidos y Europa. El resultado ha sido la creciente falta de participación del estado en inversión social, desempleo y aumento de la delincuencia y la migración, que terminó alimentando más la maquinaria carcelaria en esos países y los Estados Unidos.

 Las políticas neoliberales, que junto a la guerra contra las drogas impulsaron el encarcelamiento masivo, dieron origen natural al gran negocio de las cárceles privadas. Aunque la contratación de entidades privadas de servicios para las cárceles existía desde las guerras de independencia, es bajo el gobierno de Regan en 1983 cuando se crea la primera red de prisiones privadas y centros de detención con ánimo de lucro, la Corporación de Correcciones de los Estados Unidos (hoy CoreCivic), que administra 65 centros de detención y una capacidad para 90 mil presidiarios. El Grupo Geo, que se formó solo un año después, es al presente la red más grande de cárceles privadas con 106 instalaciones carcelarias, incluyendo centros de detención para inmigrantes en la frontera con México, con capacidad para 86 mil presos hombres y mujeres. CoreCivic reporta ganancias anuales de 2 billones de dólares, mientras los beneficios anuales del Grupo Geo ascienden a cerca de 2 billones y medio de dólares. El gobierno federal paga a estas cárceles privadas por cada preso, lo que hace que tener más presos y por más largo tiempo represente más dinero para todo el sistema carcelario. Las cárceles privadas han sido objeto de controversia desde su fundación, acusadas de violaciones a los derechos humanos que incluyen hacinamiento, confinamiento solitario por negarse a trabajar y prolongada detención de los presos sin ser llevados a juicio.

 Este año 2022 fue publicado uno de los informes más completos y actuales acerca de las condiciones legales y laborales de los presos en las cárceles de los Estados Unidos y de cómo el sistema penitenciario público y privado se enriquece a costa de ellos. El informe “Captive Labor: Explotation of Incarcerated Workers” (Trabajo cautivo: explotación de trabajadores presos) es un esfuerzo conjunto de Global Human Rights Clinic y la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago. Presenta evidencias de que, aunque pueda haber variantes, las fuentes de ganancia de las cárceles privadas y públicas son parecidas. Radican en la explotación laboral de los presos, quienes trabajan en una infinidad de áreas que van desde la manufactura de productos para grandes compañías y plantaciones penales, hasta la prestación de servicios “como cocineros, lavaplatos, porteros, jardineros, barberos, pintores, plomeros; en lavanderías, cocinas, fábricas y hospitales” (5), mientras los mantienen bajo vigilancia.

 En los estados de Alabama, Arkansas, Florida, Georgia, Mississippi, South Carolina, y Texas, los presos no reciben ninguna compensación económica por su trabajo. Según el informe, las cárceles que sí les pagan les dan apenas entre 13 a 52 centavos la hora y los que más ganan, el 6.5% del total de presos, reciben de 30 centavos a 1.30 dólares por hora. De esos “sueldos”, que no alcanzan a ser ni de miseria, tienen que pagar por su propia comida, hospedaje en la prisión, llamadas telefónicas, lavandería, servicios médicos e impuestos, que al final los dejan sin un centavo en el bolsillo.

 Los presos, hombres y mujeres, están excluidos de todos los beneficios y protecciones laborales que puede tener un trabajador o trabajadora libre. El único derecho que tienen es a ser castigados al confinamiento solitario, o a que se les suspendan las llamadas telefónicas, si se niegan a trabajar. Durante el pico de la pandemia muchos de estos presos tuvieron que trabajar en hospitales y funerarias. Hasta abril de este año 2022, más de 800 mil presos fueron infectados y más de 3 mil murieron por causa del coronavirus. El informe denuncia que mientras los presos tuvieron que fabricar máscaras, desinfectantes para manos, guantes y otros materiales de protección, a ellos y ellas se les prohibió usar esos medios de protección. El informe concluye, “No es de extrañarse que la pandemia se expandiera como fuego por las prisiones”.

 Dentro de todo este oprobioso sistema esclavista carcelario, hay otras múltiples historias. Como el centro de detención en la bahía de Guantánamo, Cuba, creado en el 2002 por los Estados Unidos para encarcelar a personas sospechosas de terrorismo como parte de la guerra contra el terrorismo desatada poco después de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York en el 2001. A lo largo de estas dos décadas, Guantánamo ha llegado a tener a un mismo tiempo alrededor de 800 presos de más de 40 países; muchos de ellos de iraquíes y afganos que profesan el islamismo. Guantánamo ha sido objeto de constantes denuncias de tortura y desaparición forzada. Actualmente hay 39 presos, casi todos con 20 años de encierro y todavía a la espera de un juicio.

 Parte integral también de todos los movimientos de los Estados Unidos en sus autodeclaradas guerras contra las drogas, contra el terrorismo y contra el comunismo, ha sido su política de intervencionismo autoritario. Uno de los efectos de esto, sumado al cambio climático, las guerras civiles y las dictaduras militares auspiciadas por los Estados Unidos, ha sido la migración masiva desde ciertos países latinoamericanos también desde los años 80, con un aumento notable en lo que va del siglo 21. Esto ha llevado a crear en los estados fronterizos con México el sistema de cárceles para migrantes más grande del mundo, administradas muchas de ellas por CoreCivic y el Grupo Geo. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, ICE, declara tener 135 centros de detención, aunque esa cifra puede variar considerablemente si se tiene en cuenta que ICE usa distintos tipos de instalaciones para encerrar a los migrantes. El número de migrantes detenidos en esos centros carcelarios, esperando que se atiendan sus solicitudes de ingreso, o expuestos a deportación, cambia de día en día. El dato más reciente del Centro de Acceso a Documentos Transnacionales, TRAC, indica que hasta el 25 de septiembre de 2022 había 25.134 migrantes en esos centros, donde se les demora la resolución de sus casos, y 317.700 individuos y familias en libertad pero monitoreados a través del uso de tecnología de ICE.

 En este espectro de lo que la activista y abolicionista Angela Davis llama el complejo industrial carcelario, está la realidad de que las mujeres se han convertido en el segmento de mayor crecimiento en las cárceles de los Estados Unidos. Alrededor del 90% de las mujeres en la cárcel han sufrido abuso sexual y/o doméstico y han sido capturadas y llevadas a la cárcel por delitos menores relacionados con las drogas, o por uso de violencia para defenderse de sus abusadores. A menudo, cuando llegan a la cárcel también tienen que confrontar violencia física y sexual por parte de las autoridades carcelarias. Muchas de ellas no han terminado la escuela secundaria y han vivido la mayor parte de sus vidas en condiciones de extrema pobreza, falta de vivienda y sin atención de salud. Además, tanto mujeres como hombres que han estado presos al salir en libertad enfrentan discriminación, estigmatización como criminales, dificultades de adaptación con sus familias y falta de oportunidades para encontrar trabajo. En algunos estados no pueden volver a votar por el resto de sus vidas, o por un largo período. Dado que muchos de estos expresidiarios pertenecen a grupos marginados y racializados, el sistema político usa estas restricciones legales para impedirles votar y alinearlos de sus derechos más básicos. La máquina trituradora de vidas está bien ensamblada y en funcionamiento. 

Organizaciones por los derechos humanos y civiles como la ACLU y la NAACP se han involucrado en la lucha contra el encarcelamiento masivo. Junto a ellas hay un creciente número de organizaciones cuyo objetivo es luchar por abolir o reducir al máximo el sistema carcelario y enfocar en cambio en la inversión de recursos en las comunidades más empobrecidas del país con educación, fuentes de trabajo y desarrollo social. En el 2016 un estudio del Centro Brennan halló que, de un millón 460 mil presos hombres y mujeres, 576 mil no representaban ninguna amenaza para la sociedad y podía habérseles dado sentencias mucho más bajas, o simplemente pagar con servicio comunitario (6).

Si el interés del gobierno fuera en realidad acabar con el narcotráfico y el crimen en general, enfocaría mucho más en estrategias de prevención y sobre todo en el acceso a la educación y el mejoramiento de las condiciones de las comunidades marginadas y empobrecidas. En cambio, al día de hoy casi el 75% de los 50 estados tienen más cárceles que universidades. Solo 13 estados son la excepción: California, Arizona, West Virginia, Pennsylvania, New Jersey, Connecticut, Delaware, Rhode Island, Nueva York, Massachusetts, Vermont, New Hampshire y Maine. Pero el límite de esa excepción es bastante estrecho. Hablando solo de California, el estado ha creado apenas cuatro universidades públicas desde 1980 (tres dentro del sistema de CSU y una de UC). Sin embargo, desde los 80 ha abierto 23 nuevas cárceles del total de 35 cárceles para adultos, además de varios centros correccionales y de detención. El eje central del problema son las políticas supremacistas que hacen que el acceso a la educación superior sea limitado y desestimulado para la gente sin recursos, a la vez que el estado decide que pueden ser más productivos a través del trabajo esclavizante de las cárceles.

 Después de siglos del rodaje de una aplastante maquinaria carcelaria, uno no puede más que coincidir con Angela Davis: “Las cárceles no desaparecen los problemas sociales; desaparecen seres humanos. Y la práctica de desaparecer grandes cantidades de personas de comunidades pobres, inmigrantes y racialmente marginadas se ha convertido literalmente en un gran negocio” (7). Un gran negocio de cuerpos devorados por el capitalismo canibalista. Los tentáculos del sistema penitenciario son enormes y a la vez invisibles. Las altas paredes, donde aún la luz es triste, ocultan de la vista de los transeúntes la vida que agoniza anónima y despojada de humanidad. Pareciera que solo a los familiares y a un puñado de activistas les importara el destino de estos cuerpos obligados a ser la parte esclava del gran negocio de las rejas o a ser aún más castigados si se rebelan contra la norma. Entonces uno piensa en el significado de palabras como democracia, independencia y emancipación, y en los festejos públicos de cada 4 de julio cuando la gente llena estadios y canta el himno nacional, uno de cuyos versos dice que esta es “la tierra de los libres”. Entonces uno se imagina cómo se oirían 2 millones 300 mil voces cantando ese verso al unísono detrás de las rejas de la prisión más grande del mundo.

 Fuentes consultadas:

1) “La vida cotidiana en la Norteamérica colonial”. Joshua J. Mark, 8 abril 2021.

2) Indian Slavery in America. Alan Gallay. University of Nebraska Press, 2009. Ver también The other slavery: The uncovered story of Indian enslavement in America. (La otra esclavitud: la historia descubierta de la esclavitud en América), por Andrés Reséndez. HMH, 2016.

3) “Enmienda el 13: proscribe la esclavitud en los Estados Unidos”. Freedom United, 2021.

4) “Mass Incarceration: The Whole Pie 2022” (Encarcelamiento masivo: el pastel completo, 2022). Wendy Sayer y Peter Wagner. Prison Policy Initiative. 14 de marzo, 2022.

5) Captive Labor: Exploitation of Incarcerated Workers (Trabajo cautivo: Explotación de trabajadores encarcelados). University of Chicago Law School-Global Human Rights Clinic. Jennifer Turner, et al., 2022.

6) “The History of Mass Incarceration” (Historia del encarcelamiento masivo). James Cullen. Brennan Center. 20 de julio, 2018.

7) “Masked Racism: Reflections on the Prison Industrial Complex” (Racismo enmascarado. Reflexiones sobre el Complejo Indistrial de Prisiones). Angela Y. Davis. ColorLines, 10 septiembre, 1998.

 Tres lecturas recomendadas:

¿Son obsoletas las prisiones?, por Angela David.

Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, por Michel Foucault.

El color de la justicia: La nueva segregación racial en Estados Unidos, por Michelle Alexander.

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(Publicado en Hispanic LA, 15 de octubre, 2022)